Dt 31,1-8; Sal Dt 32,3-12; Mt 18,1-5.10.12-14
Hay una historia del Señor Dios con su pueblo. No será Moisés quien atraviese el río Jordán para ocupar la tierra prometida. Pero eso no significa que abandone a su pueblo y olvide su promesa. La promesa se cumple, mas será Josué, su sucesor, quien pase adelante, porque el Señor estará con él, avanzando a su lado, mostrándole el camino. No te preocupes, él estará contigo: no te dejará ni te abandonará. Por eso, ante lo que tienes por delante, no temas ni te acobardes. El Señor estará contigo.

En el fulgor de las llagas del leproso que Francisco besa, encontramos el camino que nos muestra el Señor. No sólo para decirnos que ese leproso es también, y, quizá, de manera especial, hijo de Dios, por purulenta que sea la piel de su vida y sus propias entrañas, pues siempre, con el beso, cabe la conversión y el acercamiento definitivo al Señor, sino para mostrarnos, en segundo lugar, que nuestro camino pasa por ese beso repugnante, porque en él encontramos que el Señor, estando con nosotros, pasa delante nuestro en el camino del perdón y de la gracia. Podríamos condenar al leproso y a sus llagas, razones tendríamos, mas el afectuoso abrazo es el camino del Señor. El camino por el que nosotros caminaremos tras el Señor. ¿Será, acaso, que nos queremos contagiar de las pústulas? No, claro, queremos entrar en el camino de la misericordia y el consuelo.

Ahí, en ese comportamiento se nos muestra la gloria de nuestro Dios. Esa es la tierra de nuestra heredad. Porque nosotros somos la porción del Señor. Él es quien nos conduce y no tenemos otros dioses fuera de él. El beso al leproso de Francisco lo muestra en su esplendor. Dios de amor y de misericordia; de consuelo y de cercanía. El Dios de la gracia. Aunque pensemos que no se la merece; que no nos la merecemos ni tú ni yo, ¡y sea verdad!

¿Quién es el más importante en el reino de los cielos? Cosa nuestra y muy nuestra es andar viendo nuestras cualidades y comparándolas entre sí. Enternece ver cómo los discípulos eran como nosotros. Los evangelios nos lo muestran una y otra vez con una ligera sonrisa de afecto. Yo mejor que tú; tú mejor que yo. Ni siquiera Moisés piense que todo el trabajo es suyo, no sea que nos olvidemos que es del Señor. Que es él quien lo comenzó y que es él quien lo terminará. Y que Moisés y Josué y tú y yo, somos sus instrumentos. Indignos avíos, pero aparejos que se convierten en las manos de Dios.

Ahora ponemos en pedestal tan elevado a los niños que comprendemos mal la fuerza de las palabras de Jesús. Hasta 1805, en uno de nuestros países occidentales, el rapto de un niño era castigado no por el robo del niño, sino por el hurto de sus vestidos. En tiempos de Jesús era cosa parecida. Volver a ser como niños no significa volver a los juguetes y a estar sobreprotegidos, mientras a los mayores se les cae la baba, sino convertirse en nada y en nadie. Y recibir la nada y el nadie de esa pequeñez es recibir al Señor. Pobres, mansos, enfermos, leprosos, niños. Es en ellos en donde se nos muestra el fulgor de Dios; en donde transparenta la fuerza de la carne divinizada. Como la carne de Cristo Jesús, Dios encarnado en carne como la nuestra.