Dt 34,1-12; Sal 65; Mt 18,15-20
Y esas son las obras de su voluntad. No para hacer lo que le venga en gana, sino para que sus hechos muestren su grandeza y nos enseñen sus caminos de justicia y de misericordia. Moisés sólo vio la tierra prometida desde el monte Nebo, pero murió antes de entrar en ella y tomar posesión de ella. Esto correspondería a Josué, su sucesor. Hay una historia, por tanto. Las circunstancias de la historia, sus casualidades, sus vicisitudes, son plan de Dios. Él se aprovecha de lo que va siendo para mostrar su voluntad y para expresar los caminos de su gracia. No es que nos predetermine y nos lleve del bozal en la obligancia de nuestros haceres, en los que no seremos en sus manos sino muñecos sin voluntad. Pero en el curso de la historia se nos van mostrando esos caminos de misericordia. En lo que acontece, en lo que nos acontece, descubrimos de qué manera él se hace con nosotros y nos muestra la justicia de su voluntad. Justicia de misericordia siempre, claro. El leproso y Francisco caminaban al albur de sus negocios y vicisitudes, mas se encontraron; y ese encuentro fue ocasión del fulgor de Dios. El Señor, buscándolos, permitió ese encuentro. Moisés no cruzó el Jordan dirigiendo a su pueblo del que era guía hacía tantos años. Lo hizo Josué. Debía quedar claro que quien dirigía a su pueblo era el Señor. Claro para ellos y, sobe todo, claro para nosotros.
Por ello, cantaremos con el salmo, bendito sea Dios, pues siempre en cada ocasión que se nos presenta nos devuelve a la vida. Nos muestra quién es él y cómo nosotros somos sus hijos queridos. Hijos al que llamamos Padre, como nos enseña Jesús. Padre nuestro. Así vendremos a ver las obras del Señor. Obras que el hace con nuestras manos. Pero manos que, en definitiva, son las herramientas de Dios. Él es el Creador, y nosotros somos concreadores.
Lo sabemos muy bien, lo hemos venido repitiendo estos días: que nosotros somos pecadores. La nuestra es carne pecadora. ¿Qué?, ¿callaremos los pecados de nuestro hermano y él deberá callar los nuestros? No, claro. Lo miraremos a él y él nos mirará a nosotros con ojos de Dios. Nunca para condenarle a bombo y platillo. Primero, repréndelo a solas entre los dos. Le salvarás si te hace caso, mientras que si fuiste de primeras con condena y publicidad, se volverá recalcitrante en su pecado. Somos siempre maestros de la autojustificación. Mas la reprensión a solas —¿te atreverás?, ¿me atreveré?, es tan fácil la acusación pública a los gritos— abre el camino de la conversión. Si no te hace caso —si no le haces caso—, recurre a dos o tres testigos, pero no actúes nunca a los gritos; eso nunca resuelve nada. Si no hace caso siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano. Cabe la conversión. Cabe el perdón. Pero no cabe el encubrimiento. El encubrimiento, más allá de la corrección fraterna, es participación en el pecado del otro. Y esto nunca es camino de Dios. Pues también podemos ser concreadores del mal, sus cómplices. La verdad os hará libres.
Jesús en los evangelios nunca da puntada sin ovillo, y siempre saca consecuencias hacia arriba de lo que ha explicado por lo bajo y sencillo. Lo que aquí atemos o desatemos en la tierra, se refiere a la comunidad, quedará atado o desatado en el cielo. Pues somos carne de sacramentalidad.