Josué 24,1-13; Sal 135; Mt 19,3-12
Una y otra vez se repite la historia y una y otra vez se canta la eterna misericordia del Señor. Todo lo que nos acontece, por más que demasiadas veces nos supo a camino de negrura y desprecio, de opresión y zafio zascandileo —¡y lo era!, no lo olvidemos—, podemos verlo, nos enseña el Señor a verlo, como historia de salvación. No la conocemos antes de que se nos muestre en sus casuales vicisitudes; pero siempre la leeremos como camino de misericordia. Gritamos. Lloramos. Nos descompusimos. Rezamos al Señor. Lo olvidamos también. Y, sin embargo, el Señor estaba junto a nosotros, aunque no supiéramos cómo ni dónde ni cuándo, y, en aquello, nos hacía ver la suavidad, muchas veces arisca, incluso de humor negro, siempre salvadora, de su misericordia. Finalmente, fue él quien nos guiaba por aquellos extraños vericuetos. Para fortalecer nuestra fe; para conseguir de nosotros esa voluntad de seguimiento que se nos regaló en el bautismo.
El evangelio hoy nos lleva a otras consideraciones.
¿Ponía a prueba la pregunta que los fariseos hicieron a Jesús? Así nos lo afirma el evangelio. Si es así como afirma Jesús, siguiendo la doctrina en la que se expresa la situación entre el hombre y la mujer en el matrimonio, tal como queda expuesta en el libro del Génesis, dicen los discípulos, no trae cuenta casarse. Hoy muchos dirán lo mismo. Situación insostenible. El matrimonio expuesto no es sino un deseo, pero irrealizable. Hasta que la muerte nos separe, sí, pero, luego, cuando vengan las dificultades, ese piadoso deseo quedará irremediablemente descuajeringado y sin posibilidades de continuidad. Moisés permitió el divorcio. Es verdad que, entonces, esto era iniciativa del marido: sólo él tenía ese poder para dar el acta de repudio. Era un comportamiento que nos aparece hoy como flagrante injusticia. Ahora, el divorcio tiene dos posibilidades idénticas de iniciativa. Mas se sigue diciendo: hasta que la muerte nos separe; por más que con el divorcio eso no se cumple, y todos lo sepamos. ¿Es, simplemente, la manera de mostrar un deseo que hubiera estado bien caso de haberlo podido cumplir, pero que, vistas las cosas, se puede romper sin perjuicio?
En las iglesias hay discrepancias fuertes con respecto al divorcio. Muchas lo aceptan sin mayores preocupaciones. Algunas, sólo admiten un primer divorcio. La Iglesia católica no acepta el divorcio, en consonancia con las palabras de Jesús. ¿Son estas demasiado duras, demasiado circunstanciales? También Jesús habla de arrancarse el ojo que nos escandaliza y ninguno lo hacemos, pues lo entendemos como una manera radical de hablar para que comprendamos la fuerza de lo que él nos quiere enseñar. ¿Es lo mismo en el caso del matrimonio?
Ceo que no. Pues aquí, de una manera rotunda, nos jugamos la cuestión de la carne de saramentalidad. Dos en una misma carne. Carnes complementarias que se hacen una sola, porque es ahí —iguales, pero distintos, disímiles, pero análogos— en donde se da de manera definitiva esa unificación de la carne en su identidad-dual. El sexo y sus insondables cuestiones se unifica en la relación perenne entre un hombre y una mujer, hasta que la muerte los separe. Unificación en el amor. Unificación que, de manera normal, produce hijos e hijas. Unificación, así, en la familia. Es verdad que ahora muchos dicen que cada uno construye la familia a su gusto, pues la entienden como una agrupación voluntaria de personas. Pero eso en nada es así. Los hijos surgen de esa coyunda en la propia individualidad personal de su carne.