He 5,7-9; Sal 30; Ju 19,25-27

Esas palabras, que leemos hoy en la carta a los Hebreos son de las más escalofriantes de todo el NT. Se refieren a Jesús. Pero también, es obvio, a María su madre. Y, quizá, a ti y a mí. Contienen la explicación explosiva de la cruz y de quienes estaban junto a la cruz y de los que llevan su propia cruz en seguimiento de Jesús. Sí, bien, Hijo, Madre de Dios, seguidores de Jesús, pero parece que su destino es el sufrimiento. ¿Por qué? ¿Por qué el Señor Dios, Padre nuestro, ha querido que la Madre compartiera los dolores de tu Hijo al pie de la cruz, como reza la oración colecta? ¿Por qué la cruz? Es verdad que en esa misma oración pedimos que la Iglesia asociándose con María a la Pasión de Cristo, merezca participar de su resurrección. Es verdad que son palabras muy consoladoras, pero ¿por qué la cruz? ¿No hubiera podido escoger el Señor algún procedimiento menos salvaje? ¿O es que, finalmente, esa fue nuestra acción, y sólo nuestra, que el Señor, a sabiendas, aceptó como el medio óptimo de nuestra redención? ¿Cómo extrañarse, pues, que la carta a los Hebreos poco antes hable de los gritos y las lágrimas con las que Cristo se dirigió al Padre que podía salvarlo de la muerte?, lo extraño es que, como dice a renglón seguido, este le escuchó. ¿Cómo es eso de que le escuchó si al punto es clavado en la cruz para morir en ella?

Si se lee el evangelio de Lucas (2,33-35), que se pone como segunda opción, vemos cómo ya desde el mismo comienzo de la vida de Jesús se anuncia a su madre que una espada le traspasará el corazón. Tantas cosas en el AT apuntaban a ello. Muchos de los salmos. Los impresionantes cuatro cantos del siervo de Yahvé en el último Isaías. Eran profecías de lo que había de venir; de los caminos de nuestra redención. Obediencia. Sufrimiento. Muerte en la cruz.

Si se lee el evangelio de Juan nos encontramos con esa emocionante narración. Podemos estar nosotros también al pie de la cruz, junto a su madre y al discípulo que Jesús tanto quería, y escuchar para nosotros esas palabras cargadas de emoción: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Y luego oiremos cómo nos dice a nosotros, a ti y a mí: Ahí tienes a tu madre. María Virgen nos es entregada como madre amorosa cuando estaba junto a la cruz de su Hijo. ¿Encontraremos mejor estancia para nosotros que junto a María Virgen dolorosa, nuestra madre?

Pero, debemos insistir, ¿por qué la cruz?, ¿por qué sufriendo, aprendió a obedecer? ¿También es este nuestro sino, como igualmente lo fue el de María? ¿Cómo es, pues, el misterio de Dios? ¿Redimir nuestra voluntad maltrecha, hasta tal punto maltrecha, exige por nuestra parte la cruz del Señor y la espada que traspasa el corazón de su madre? Quizá, si no nos encontráramos con ella al pie de la cruz de su Hijo, ella no sería nuestra Madre. Ninguna relación tendríamos con ella. Es la cruz la que nos redime, pero también, y a la vez, la que nos unifica como hermanos y como hijos. Víctima pascual degollada por nosotros en la cruz que nos ofrece su cuerpo y su sangre como lugar de nuestra redención. Lugar en el que, junto a la Iglesia naciente, encontramos siempre a nuestra Madre. María, Virgen dolorosa, es signo y realidad de la Iglesia.