1Tim 4,12-16; Sal 110; Lu 7,36-50

La narración de Lucas está magistralmente construida desde una introducción que nos habla de una mujer pecadora de la ciudad hasta el tu fe te ha salvado, vete en paz. En el entretanto se desarrolla un episodio de intenso amor, por el lado de la mujer, y de Jesús, que se deja amar, y de juicio severo del fariseo, que condena a quien había invitado a comer a su casa.

Curiosa la actitud del fariseo invitante. No ve la belleza plástica y espiritual de la escena. No siente el olor del perfume derramado sobre los pies de Jesús. Recuérdese que en aquellos tiempos los comensales no estaban sentados en sillas, sino tumbados sobre un camastrillo, apoyados en su hombro izquierdo, para tomar la comida de la mesa con la mano derecha, de modo que los pies quedaban dirigidos al exterior. Por eso, la mujer pecadora puede acercarse sin que ningún comensal preste demasiada atención a lo que ocurre si una mujer, colocándose detrás, junto a los pies de Jesús, se pone a regarlos con sus lágrimas, mientras los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con perfume.

Ante lo que acontece, el fariseo se dice a sí mismo sus reproches. Si el invitado fuera profeta, sabría bien la mujer que se le acerca: una pecadora. Y él, sin importarle, sin enterarse siquiera, se dejaba ungir los pies por una vulgar mujerzuela. Fruto de pecado público que enroscaba ahora a Jesús en ese pecado; él, que se tenía a sí mismo por profeta del Altísimo. Simón se llama, y Jesús ha visto el pensar de esos reproches no pronunciados. Como siempre, tiene esa capacidad admirable de inventar un pequeño cuentecito para hacer patente la postura del fariseo. Dos deudores perdonados. Y sólo habla de amor: ¿cuál de los dos amará más?

Simon veía el acontecer del momento, y seguramente el discurrir entero de su vida, con ojos de reglas y mandatos. Jesús las ve con los ojos del amor. Esa es la asombrosa diferencia entre ambos; la disparidad, tan grande, con el camino que Jesús recorre y nos muestra. La vía del amor; ruta de amor misericordioso. El camino de la justificación por la gracia. Ella, poniéndose en ese camino a los pies de Jesús, sí que cumplió de verdad los mandamientos, todos ellos reglas de amor. Por eso, sus muchos pecados están perdonados. En ningún momento Jesús es un iluso. Conoce la vida de la mujer pecadora. Pero no busca el juicio condenatorio que hace Simón, sino la misericordia del perdón. Porque a quien tiene mucho amor, mucho se le perdona. Y ante el final no nos cabe sino agradecimiento: tu fe te ha salvado, dice Jesús a la pecadora, vete en paz.

Los otros convidados, seguramente fariseos, como el anfitrión, se quejan con desprecio de que Jesús se atreva a asumir para sí un papel que sólo es de Dios: perdonar los pecados. Esto es, en su parecer, un atrevimiento insufrible. Hace lo que sólo a Dios corresponde. Luego, se pone en igual con Dios.

Los Padres se delectaron hablando, por este relato, del buen olor de Cristo. Entienden que este es el perfume que, luego, al final, bajando su cuerpo de la cruz y enterrándolo a las prisas, no tienen tiempo de ungir con los ungüentos y perfumes como tenían los judíos por costumbre. Era, pues, el olor mismo del cuerpo resucitado de Jesús que la mujer pecadora había anticipado en ese acto de maravilloso amor.