Ef 4,1-7.11-13; Sal 18; Mt 9,9-13
¿Recordáis el maravilloso cuadro de la vocación de Mateo del Caravaggio? Están en la mesa de los impuesto, absortos, recontando sus dineros. Mateo mira hacia quien está allá, en pie, delante de él, Jesús, y con el dedo vuelto hacia sí, con cara asombrada, se señala a sí mismo, ¿quién, yo?, mientras los demás nada ven como no sean sus dineros, que recuentan con ensimismada seriedad, excepto un jovencillo, a la izquierda del cuadro, que mira expectante la escena.
Él, Mateo, se levantó y lo siguió. Asombra la sencillez de la llamada y la limpidez de la respuesta. Porque Mateo nada tenía de ser un justo, antes al contrario, formaba parte de una casta muy mal avenida con el pueblo judío, por más que él mismo fuera judío. Los romanos imponían una cantidad global del impuesto, y eran los recaudadores los que, contando con la ayuda de los soldados romanos si era menester, recogían el dinero, aumentado en una cantidad, que era el cobro de su propio trabajo. Se ve la posibilidad de abusos y se entiende el mal ver del pueblo. Él, en ese contexto, sin más, se levantó y lo siguió. Se juntaron a la mesa —mesa turbia, por tanto— muchos publicanos y pecadores, pues tales eran los compañeros habituales de Mateo, sin que a Jesús le importe la calidad de los comensales. Él está siempre, una vez más, a su propio rollo, tiene sus propios procedimientos y designios. Los fariseos, por supuesto no estaban en esa mesa, y por eso es a los discípulos a quienes se dirigen: ¡sólo faltaría que también ellos entraran en ese contubernio! ¿Cómo es que vuestro maestro —que quede bien claro, no es en absoluto maestro nuestro— come con publicanos y pecadores? No sólo por el hecho de comer con gentes de esa calaña, sino también por un comer que llenaba de impurezas rituales. Queda clarificada una vez más la categoría de ese Jesús: pecador, publicano, amigo de la hez de los judíos, de quienes han roto la alianza, de quienes se rechiflan del Señor Yahvé; de los que no cumplen normas y mandatos; de los que son peor aún que los paganos.
Jesús les oye. Finísimo oído el de Jesús. Y el suyo es, una vez más, lenguaje de compasión: andad, aprended lo que significa misericordia quiero y no sacrificios (Os 6,6). Son los enfermos los que tienen necesidad de médico. Y él es médico de la clemencia y del sentimiento. No es juez que condena, sino médico que sana. Porque él, nos asegura, no ha venido a llamar a los justos, como se creían los fariseos, sino a los pecadores, como Mateo. Quizá, como tú y como yo.
Sed siempre humildes y amables, comprensivos, como él lo es, leemos en la primera lectura. ¿Ir por ahí condenando a regüeldos? No son esas las maneras de Jesús, como no sea en su condena a los que se tienen por los justos, los que en la primera fila del templo proclaman ante Dios sus perfecciones. A nosotros se nos regala sobrellevarnos unos a otros, siendo quienes somos. Esforcémonos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu. Una sola esperanza. Una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo.
Aquel jovencillo del cuadro del Caravaggio somos tú y yo, que contemplamos cómo Jesús llama a los suyos, y cómo nos llama con una sola palabra: sígueme.