«Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor».
Hace ya muchos años que sucedió. Era mayo, lo recuerdo, y yo era un estudiante del último curso de Derecho recién sorprendido por la luz. De niño, jamás había pensado en ser sacerdote; pero, desde hacía dos años, la idea me rondaba de cuando en cuando el corazón, como una maravillosa locura. Mi director espiritual me llevó a rezar el rosario a un santuario mariano de Pozuelo, cerca de Madrid. Cuando llegamos allí, pensé que desgranaríamos nuestras avemarías alrededor de aquella preciosa ermita; pero D. José- Antonio, contra lo que yo esperaba, fue dirigiendo nuestros pasos hacia el exterior del recinto sagrado y los encaminó al solar de enfrente… ¡El cementerio!

Yo esperaba que pasearíamos en torno a la ermita de la Virgen, y que, llegado el momento de las letanías, entraríamos para rezarlas frente a su imagen… Sin embargo, allí estábamos, recitando avemarías entre lápidas, panteones, y tumbas, lejos ya del Santuario. Mi atención se centraba, de cuando en cuando, en las inscripciones que surcaban aquellas piedras: «No te olvidaremos»; «Siempre estarás con nosotros»; «Tu recuerdo permanecerá siempre»… Alguna de las avemarías se me escapaba de las manos, y volaba en plegaria por el alma de aquellos cristianos. Y, de repente, me detuve. Mis ojos se quedaron clavados en una de las tumbas, sencilla y blanca. Era uno de esos sepulcros «familiares», es decir, de varios ocupantes, y pertenecía a las religiosas que cuidaban el santuario. Grabadas en la piedra estaban las palabras de San Pablo que encabezan estas líneas: «En la vida y en la muerte somos del Señor»… No sé qué me sucedió, pero algo, en mi interior, se rebeló con una furia incontenible: «¿Cómo que del Señor?» -pensé- «¡Yo no soy de nadie! ¡Yo soy mío!». Por unos instantes, a punto estuve de echarlo todo por la borda y recuperar mi vida… Pero una suave lluvia de agua apagaba el fuego: «Dios te salve, María, llena eres de gracia…»

Creo que olvidé el incidente; o, quizá, decidí no volver a pensar en ello. Hasta que, pasados dos años, hallándome en oración frente al Santísimo, ya en la capilla del Seminario, me descubrí recitando de nuevo aquellas palabras: «Somos del Señor; somos del Señor; soy del Señor»… Me sentía feliz; aquellas palabras traían a mi alma todo el cariño de Dios, toda la seguridad con que los fuertes brazos del Padre rodean el débil corazón del niño. Me sabía protegido; estaba a salvo; había depositado mi vida en el lugar más seguro de este mundo. «¡Qué suerte tengo!» -pensé- «¡Soy del Señor!». Inmediatamente, el Espíritu trajo a mi memoria aquel cementerio de Pozuelo… Y comprendí.

«La Esclava del Señor»… ¡Qué suerte tienes, María! ¡Y qué suerte tengo yo, porque, siendo de Cristo, soy también tuyo, muy tuyo!