Siempre me ha fascinado la parábola del administrador infiel. No deja de ser una ironía, y un antídoto contra el puritanismo, el que el Señor ponga como ejemplo, ante los hijos de la luz, a un personaje corrupto y egoísta; a un pícaro, en definitiva. Sólo los muy tontos se niegan a aprender de quien no es «de los suyos». Además de las vidas de santos, el seglar cristiano debe leer los periódicos; de otro modo, el riesgo de idiocia se incrementa de forma alarmante.

No hace falta decir que la parábola de Jesús no pretende enseñarnos a defraudar; además, creo que no lo necesitamos; el mundo está lleno, por desgracia, de «administradores infieles». Pero, en la fina ironía de Cristo, esta enseñanza contiene un reproche muy sutil, muy contundente, muy certero, y muy actual: «ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz». Permíteme una insolencia: en las columnas de opinión de los diarios, en los micrófonos de la radio, ante las cámaras de televisión, en los puestos de responsabilidad política de la sociedad española actual… ¿cuántos católicos hay? ¿cuántos que defiendan sin miedo a Jesucristo y a su Iglesia? ¿cuánta plumas y voces movidas por el Amor de Jesucristo? Haz la cuenta, y compárala con la de aquellos que escriben, hablan, y actúan movidos por valores ajenos y contrarios al Evangelio… ¿No nos habremos «encerrado» en el cenáculo, en la sacristías y salones parroquiales; en las reuniones de «amigos» o de «hermanos»? Mientras tanto, el mundo se lo reparten otros.

La astucia del administrador infiel consiste en saber que le queda poco tiempo en su puesto de trabajo. En lugar de encerrarse en el presente, advierte que su existencia va a durar mucho más que su empleo, y busca un «seguro de vida», empleando los bienes que administra para ganar amigos que lo reciban. Si, con la misma «visión de futuro», nos percatáramos nosotros de que nuestro tiempo en este mundo es muy breve, y de que hemos sido creados para la eternidad, nos parecería una mera cuestión de sentido común el tomar nuestra vida, y el mundo entero con ambas manos, para ofrecérselo a Dios como homenaje de amistad. Las palabras con las que Jesucristo anuncia que serán recibidos quienes sólo a sí mismos se buscaron son terribles: «no os conozco»(Mt 25, 12), no os hicisteis amigos míos.

Hoy quiero pedirle a la Santísima Virgen, para los hijos de la luz, al menos esa astucia con la que obran los hijos de este mundo; desmantelemos esa imagen del santo como un tonto «bonachón» o una «beaturrona» apocada; mansos como corderos, pero astutos como serpientes; te recuerdo que hay mucho trabajo.