Dan 7,13-14; Sal 92; Ap 1,5-8; Ju 18,33b-37
¡Mirad! Él viene en las nubes. La Ascensión del Señor nos deja en perplejidad. Es verdad que desaparece ante nuestros ojos porque va a sentarse a la derecha de su Padre, para prepararnos sitio allá en las cielos, en el seno de esa estancia de misericordia, y enviarnos al Espíritu para que haga morada en nosotros. Es verdad, y está muy bien que así sea. Nos jugamos en ello la vida. Sin que desapareciera de nuestra vista, separado de nosotros por esa nube que es la misma gloria de Dios, la vida cristiana no sería una realidad para nosotros. Para nada servirían los vasos de agua que diéramos a los sedientos; no serían sino eso, meros vasos de agua. No podríamos reconocer al mismo Jesús en el necesitado, quien no sería sino eso, un mero nadie y nada. La Iglesia tampoco sería una realidad de carne; apenas si una comunidad de amigos que se reúnen en sus nostalgias. Por ello, la sacramentalidad no sería algo decisivo para nosotros, que nos alimentamos de signos de realidad. Jesús sería algo así como un superman para nosotros. Y nada más. La encarnación habría sido sólo una pequeña etapa de su vida, y ahora volvería a lo verdaderamente suyo.
Es necesario el hiato de su desaparición de nuestra vista, para que lo veamos allá donde está ahora. En lo alto, en nuestros hermanos, en el pan y el vino. En las obras que el Espíritu realiza en nuestra vida. Todo esto es verdad y decisivo para nosotros; pero, hoy, al final del año litúrgico, como signo del final de nuestra vida y de la completud de los tiempos, cuando la temporalidad se haga de modo definitivo cosa de Dios, podemos gritar: ¡Mirad! Él viene en las nubes, confirmando lo que ha hecho entre nosotros. Hemos caminado acá abajo con él; mas lo hemos hecho porque había un punto en nuestras vidas que nos atraía: su vuelta en la majestad de su reinado. Nada ha sido vano en nuestra vida; incluso lo más pequeño, el vaso de agua, la caricia al que la necesitaba, el tomar la mano del moribundo abandonado de todos. Porque el Señor está viniendo ya. Al final, es verdad, él es Rey. Creador y Rey del universo. Y en él, con él y por él, creados a su imagen y semejanza, también nosotros somos reyes. Hoy lo sabemos, lo vivimos, lo cantamos. Lo disfrutamos. ¡Mirad!, está viniendo.
También nosotros le atravesamos con la lanzada en el costado, después de vejarle y clavarle en la cruz. Sí, es cierto; pero no importa. Nos amó de tal manera que con su sangre nos ha liberado de nuestros pecados y nos ha hecho suyos. Estamos perdonados. Todos. Desde entonces nuestras obras han sido suyas. Mejor, fueron obras nuestras porque él nos las regaló por medio de su Espíritu. Nosotros sólo pusimos nuestra fe en él. Nuestra única seguridad es esta: creemos en Jesucristo. Por más que, a veces, la fragilidad incrédula nos corroa. Pase lo que quiera pasar. Y hasta esto fue un regalo de quien ahora ya es también nuestro Padre. Nosotros somos su reino. Nos envuelve su majestad. Para siempre. No nos confundimos. Por eso oímos el grito de Dios: Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso. Hoy sabemos que eso que vivimos es verdad. Es la verdad misma de Dios. Buscábamos, y encontramos.