1Ju 3,7-10; Sal 97; Ju 1,35-42

¿Dónde iremos?, ¿qué veremos? Iremos tras Jesús. Veremos su morada. Estaban con Juan el Bautista. Tenían picor de conversión. Algo no iba bien en sus vidas. Algo les faltaba. Buscaban, sin saber qué, sin alcanzar a quién. Habían oído de Juan, y fueron donde él. Hablaba con palabras de Isaías. Era la voz que grita en el desierto. Enderezad el camino del Señor. ¿Cómo hacerlo? ¿Cuál era ese camino?

Ciertamente lo buscaban, pues habían ido allá, tan lejos. No estaban contentos ni siquiera consigo mismos. También habían bajado fariseos, pero estos venían a ver si lo que allá estaba aconteciendo era de los suyos, es decir, de los nuestros, porque sólo los nuestros nos ofrecen una tradición protegida e indudable, en la que no pueden caber sorpresas desagradables. Pedían seguridades. No las encuentran. No las hay. Sólo palabras y signos. Yo bautizo con agua, en medio de vosotros está quien no conocéis. Viene detrás de mí, pero no soy digno de desatarle las sandalias. Es él mismo, Juan, quien marca la diferencia. Él testifica. Viendo cómo Jesús se le acerca, sabe quien es. Este es el Cordero de Dios. ¿Veníais por la predicación de conversión? Pues sabed que es él, el Cordero de Dios, quien quita el pecado en vosotros y en el mundo. ¿Quién es? Todos los judíos sabían del papel del cordero en el sacrificio de Isaac. Jesús aparece como el animal más frágil e indefenso; no como los grandes y poderosos reyes y emperadores. No sólo quita los pecados, sino que los carga sobre sí. Él es, pues, el cordero para la matanza. Sí, es verdad, pero también el preferido de Dios. ¿Qué está pasando aquí, Dios mío? ¿Quién es el que está viniendo a mí?

Oímos las palabras del precursor —pues, seguramente, cada uno tenemos el nuestro—, le creemos, ponemos nuestra confianza en él, y por eso seguimos al que está ahí, junto a los otros, igual a los demás; pero tan distinto. El Cordero de Dios. De él sólo parecemos saber este título, tan extraño, tan ambiguo, tan pequeño, tan cargado de infinitos sufrimientos posibles, tan en las cercanías mismas de Dios. Pero todo esto lo vemos apenas si en un puro farfulle. Nos atrae. Pensamos que ahí hay algo, hay alguien que merece la pena. Le seguimos. Se vuelve a nosotros. ¿Qué buscáis? Él sabe qué buscamos, pero nosotros no lo sabemos. Estamos ahí, escudriñando lo que desconocemos. Apenas entendiendo lo que hacemos. Maestro, ¿dónde vives? Misteriosas palabras de Jesús. Venid y lo veréis. Partieron con él a la aventura, la buena aventura; para ellos, es decir, para nosotros, para ti y para mí, esas palabras son un feliz anuncio que cambia para siempre nuestra vida. Fueron y vieron dónde moraba. Se quedaron con él. Podemos recordar incluso la hora: serían las cuatro de la tarde. Luego, corrimos a nuestro hermano. Hemos encontrado al Cristo. Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando. Hermosa la mirada de Jesús. Atrayente. Esa mirada cambia nuestra vida. Le siguieron para siempre. ¿Le seguiremos para siempre?

Es impresionante la lectura, estos días ordinarios del tiempo de Navidad, de la primera carta de san Juan. Hemos renacido de Dios. Por eso, todo cambia en nuestra vida. Ya no cometemos pecado. ¿Ya no cometemos pecado? No puedes pecar, porque has nacido de Dios. ¿No puedes pecar?, ¿no puedo pecar? Obramos su justicia y amamos a nuestros hermanos. Dios mío, ¿lo hacemos de verdad y siempre? Señor, de ti dependemos; de ti dependo.