Hace unos días hablaba con un chaval en uno de los centros de reclusión y se puso a llorar. Normal, a pesar de sus 17 años, lloraba como un niño. Según lo que me contó (y yo le creo, no tengo motivos para no creerle), estaba en malas compañía, en mal sitio en mal momento y ahora se le han roto todos los planes y a la espera de juicio. Con los ojos húmedos me decía que no le conocían, que él era incapaz de participar en algo como lo que le acusaban. “No saben quién soy yo” decía, pero no en el tono chulesco que podría poner “El Rafita”, sino desde la incomprensión de la situación que está viviendo. Por eso me he acordado de este chaval al leer la primera lectura y el asombro de David al saberse elegido por Dios: “¿Quién soy yo, mi Señor, y qué es mi familia, para que me hayas hecho llegar hasta aquí?”
Ya casi es un tópico eso de hablar de los grandes interrogantes del hombre. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Hay otra vida después de esta? ¿Qué sentido tiene mi existencia? ¿Existe alguna otra palabra para decir “sinónimo”? etc. etc. Lo cierto es que la mayoría de las personas se plantean pocos interrogantes, simplemente viven y vivimos demasiado rápido. Pero en ocasiones uno tiene un “parón” (una enfermedad, la muerte de un ser querido, la pérdida de trabajo, la reclusión, lo que sea), y empieza a hacerse preguntas, y una de las primeras es ¿quién soy yo?. Podríamos hacer como aquel alumno que en un examen de filosofía le profesor sólo hizo una pregunta en el examen. la única pregunta era: “¿Por qué?” Este alumno vio la pregunta y en quince segundos se levantó y entregó el examen. Los demás alumnos dispuestos a no rendirse se pusieron a escribir folios y folios sobre todo lo que se les ocurría. El único alumno que aprobó fue el que se levanto primero. A la pregunta “¿Por qué?” había respondido “Y ¿porqué no?”. Por eso a la pregunta sobre quién soy podríamos ponernos a escribir folios y folios de antropología y suspender todos. Hay una respuesta muy rápida y no por eso menos cierta: eres hijo de Dios. Y eres hijo de Dios en la cárcel, en el hospital, en la soledad, cuando eres feliz, , cuando te han traicionado, cuando pecas y cuando eres un virtuoso. En todo momento eres hijo de Dios y, por tanto, puedes vivir como tal.
“En aquel tiempo, dijo Jesús a la muchedumbre: -«¿Se trae el candil para meterlo debajo del celemín o debajo de la cama, o para ponerlo en el candelero? Si se esconde algo, es para que se descubra; si algo se hace a ocultas, es para que salga a luz››” Los cristianos no tenemos que tener miedo a estar en el candelero. ¡Cuántos que están en el candelero ocultan su condición de cristianos! en ocasiones por vergüenza, por miedo o por reparos extraños a ser juzgados o tildados de no se sabe qué por otros. Cuando alguien tiene éxito debería tener un “parón” y pensar quién es. Si es hijo de Dios no tendrá miedo a lo que se vea en el candelero, pues se verá a Cristo. Quien quiere mostrarse a sí mismo suele acabar ocultando sus vergüenzas o corrompiéndose para guardar la imagen. ¡Qué lástima! Tendríamos que llorar cuando en un cristiano no descubren a Cristo y sólo nos ven a nosotros: nuestra simpatía, nuestras habilidades, nuestro poder, nuestro… Ojalá mostrásemos sólo a Cristo. Sólo Él salva, sólo Él trae la salvación a cada vida, esté en la situación que esté.
¿Quién soy yo para que el Señor se fije en mi? Eres hijo de Dios y ese debería ser nuestro orgullo, lo que nunca deberíamos ocultar a pesar de nuestras flaquezas, de lo que nunca deberíamos avergonzarnos.
Al pie de la cruz estaba la Virgen. Ella no se avergüenza de ser la madre de ese ajusticiado, pues sabe bien quién es Él. También nos conoce bien a nosotros y por eso nos permite llamarla Madre. Viva santo Tomás de Aquino