1R 11, 29-32.12, 19; Salm 80, 10-15; Marcos 7, 31-37

Con la expresión “Ábreme Señor los labios y mi boca proclamará tus alabanzas”, tomada de un salmo, se inicia cada día el rezo de la Liturgia de las Horas. Es una fórmula sabia que recuerda que nosotros no sabemos qué hemos de decir al orar, sino que es el Espíritu Santo quien nos enseña. A mí me gusta iniciar el día con esta invocación que me coloca en el mismo nivel que el sordomudo del evangelio de hoy.

En la Sagrada Escritura a veces se compara el mutismo con la falta de fe. Porque no creyó que Isabel iba a dar a luz, Zacarías enmudeció durante nueve meses. También Jesús recrimina en varias ocasiones a diversas personas que no quieren oír lo que Él dice. Son, por tanto, sordos a sus palabras. Aquí se ve la verdad que esconde la frase de que no hay más sordo que el que no quiere oír.

Cuando leemos la curación de este hombre contada con tanto detalle, no podemos menos que intentar realizar una interpretación espiritual del milagro, yendo más allá de la admiración por dicho milagro. De entrada, sorprende que Jesús le dedique a este hombre un trato especial. Lo hace con algunos enfermos, como el ciego de nacimiento. No se limita a curarlos mediante una imposición de manos o un simple roce, sino que lleva a cabo toda una ceremonia muy pedagógica: “Le mete los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua”. Esa manera concreta de actuar nos lleva a pensar en la economía sacramental. De hecho, aún ahora en la celebración del bautismo hay un rito que rememora este episodio de la vida de Cristo. Jesús cura mediante un gesto. Cura al hombre entero, pero al mismo tiempo sana la parte concreta que estaba enferma: en este caso los oídos y la lengua. Es cierto que es todo el hombre el que ha de ser sanado, pero también lo es que cada persona tiene unas particularidades que debe reconocer. En los Ejercicios Espirituales se suele recomendar a quien los realiza que descubra cuál es su defecto dominante. Hay personas que se pierden por la ira, otros por la sensualidad; algunos fallan en la falta de esperanza y otros en la presunción. Es conveniente saber qué es lo concreto que ha de cambiar en nosotros. No basta con saber que tenemos que ser mejores. Eso está bien en el orden de la intención, pero en la práctica resulta muy insuficiente, más que nada por ineficaz.

Jesús, al curar al hombre, mira al cielo. Es como si pidiera permiso. Lo hace para enseñarnos a dónde hay que mirar. Para curar cualquier defecto y luchar contra los vicios no basta con contemplarlos; ni siquiera basta con declararles la guerra total. Hay que mirar al cielo, es decir, hay que pedir el socorro de la gracia, sin la cual no podemos nada. Después de eso, Jesús dice:” ‘Effetá’, esto es, ‘Ábrete’.” Lo que el hombre no puede con todas sus fuerzas queda al alcance de la palabra de Dios. Somos sordos y mudos; nos cuesta oír lo que Dios quiere de nosotros y proclamar su nombre; a veces desconectamos porque la voluntad de Dios no nos apetece o callamos por respetos humanos…

Es fácil caer en la cuenta de que necesitamos que Jesús nos abra los oídos y nos desate la lengua. Nunca está de más pedirlo, porque quizás somos más sordos y mudos de lo que pensamos