Jonás 3,1-10; Sal 50; Lu 11,29-32

Qué bien parado sale hoy el profeta Jonás. Proclamó de parte del Señor la perdición de Nínive. ¿Por qué una ciudad tan populosa y que nada tenía que ver con el pueblo elegido? Lo curioso es que los ninivitas creyeron en el Señor y se convirtieron. Hasta el mismo rey de Nínive se convirtió. Y pidió que cada cual se convirtiera de su mala vida y de la violencia de sus manos. Dios, entonces, se compadeció y se arrepintió de la catástrofe con que había amenazado a la ciudad. Es, pues, el contrapunto de Sodoma y Gomorra.

¿Por qué esta historia? ¿Por qué el signo de Jonás al que se refiere Jesús? Porque esta generación, la nuestra, es perversa. Porque nosotros no nos convertimos con la predicación de Jonás. Y, sin embargo, quien nos predica es más que Jonás. ¿Olvidaremos que si Jonás pasó tres días en el vientre de la ballena es porque esta la tragó cuando se escapaba del mandato de Dios en la dirección contraria, es decir, por el Mediterráneo? ¿Olvidaremos que cuando la ciudad se convirtió, él se enfadó infinito con el Señor porque no cayó sobre ella su arrasamiento, que él había predicado con empeño, y, quizá, con fruición, se despeluncó de desazón y de rabia, cobijándose del calor del día bajo el ricino? ¿Olvidaremos que el Señor envió un gusano que libró de hojas al ricino y Jonás quedó a la luz del sol implacable?

Es claro cuál es el signo: el Señor pasará tres días en las fauces de la muerte, pero será librado por la fuerza resucitadora de Dios su Padre. Mas ¿no podemos leer las lecturas de hoy, que, además, con el salmo 50, nos hablan de nuestra humillación ante el Señor, de nuestro corazón contrito y humillado, poniéndonos en los contextos de Jonás? El Señor quiere que todos se conviertan. Nosotros somos sus predicadores. Los enviados a esa Nínive de perdición. Pero, como Jonás, preferimos escapar. Es tarea demasiado difícil y engorrosa. ¿Qué haremos?, ¿por dónde empezar?, ¿a dónde ir? Nos echamos a la gran ciudad. Quizá con ánimo de venganza de que el Señor, por fin, castigue a tal sarta de malvados. Los vemos, nos rodean, nos acogotan. Todo lo ganan para sí. Predicamos en el desierto, decimos, aunque un desierto de millones de personas que nos rodean. Todos condenados a la muerte y al infierno. Por sus pecados tan desastrados. Tan bestiales. Predicamos, así, su muerte, su destrucción. Y era hora de que fuéramos enviados por el Señor a predicar la destrucción.

Oh, increíble sorpresa. Se convierten. Vienen a Dios. ¿Qué estoy viendo? No puede ser. No se lo merecen. Sólo puede caer sobre ellos la aniquilación, como en Sodoma y Gomorra. Qué desazón. Las cosas no nos salen como queríamos. Porque anhelábamos su destrucción, nos creíamos enviados para predicarla con espumarajos. ¿Qué pasa? ¿Se convierten? No puede ser. No hay derecho. Algo falla. Y también nosotros, como Jonás, nos refugiamos del sofoco bajo el ricino.

¿No es este,igualmente, el signo (nauseabundo) de Jonás? ¿Predicamos la muerte y no la vida?

Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra sus culpas, lava del todo mis delitos, limpia sus pecados.
Te lo pido por mí y por ellos. Para que ellos se conviertan a ti, como yo me convierto a ti; para que ellos reciban tu gracia y tu misericordia en Cristo Jesús, como yo recibo también tu gracia y tu misericordia. Lo que me das a mí, dáselo también a ellos.