Dentro del tiempo cuaresmal y próximos ya a la Semana Santa, las lecturas de hoy empiezan con exclamaciones de alegría y esperanza. Isaías nos habla de lo nuevo que se acerca (figura de la Pascua); el Salmo canta las obras de Dios a favor de su pueblo: “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”; y san Pablo, en fin, nos recuerda que ya ha ganado el premio, pero que sigue corriendo hacia delante.

En estos tres textos y en el evangelio, se subraya la distinción entre lo ya pasado y lo que está por venir. Lo ya pasado es, principalmente, el pecado y también el trabajo penitencial que en la Pascua ha de ver sus frutos (“Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares“). Al mismo tiempo, se nos va concienciando para que olvidemos todo lo pasado (“No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo”, dice Isaías, y Pablo añade “Olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante corro…”. Si nos fijamos, es lo mismo que Jesús le dice a la mujer adúltera: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

¿Qué quiere decir todo esto? Algo muy sencillo: que la renovación de nuestro corazón por parte de Dios es total. Él perdona verdaderamente nuestros pecados y nos hace hombres nuevos. Es el misterio de su resurrección. Nuestra vida antigua, lo que san Pablo denomina “el hombre viejo”, es transformada por la misericordia de Dios. Se nos dice esto al final de la Cuaresma para que no decaiga nuestra lucha. ¿Estás cansado porque se te hace largo el camino de la conversión? Mira adelante. Como dice el Apóstol, piensa que ya has obtenido el premio pero que aún no has llegado a la meta. Corre con esperanza.

Lo contrario es la actitud de los que rodean a la mujer adúltera y la acusan. Jesús, ante ellos se agacha y dibuja en el suelo. Parece que les esté diciendo: “No entendéis nada, creéis que un pecador lo es para siempre”. Esa gente condenaba porque no sospechaban el poder de la misericordia de Dios (ni se lo imaginaban). Estaban tan orgullosos de sí mismos, se creían tan virtuosos, que ignoraban completamente el amor de Dios. Por eso, cuando Jesús los coloca ante la verdad de su vida (“El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”) no saben qué hacer y se van. Desgraciados. Si se hubieran quedado, como aquella mujer pecadora, habrían obtenido el perdón, una verdadera renovación interior; pero se van porque su conciencia les acusa y su orgullo les impide pedir perdón.

¡Qué distinto es el remordimiento del arrepentimiento! El remordimiento es la conciencia del mal realizado. Puede llegar a ser destructivo (cuánta gente ha caído en el alcoholismo o incluso en el suicidio porque no soportaban esa voz de su conciencia). El arrepentimiento, en cambio, es positivo. Como la mujer adúltera, vemos nuestro pecado. Pero más allá de él vemos a Jesús, su amor y la posibilidad real de cambiar nuestra vida. ¡Vete y no peques más! La mujer se fue contenta, su vida había cambiado; Jesucristo había transformado su corazón.