Israel camina por el desierto y, como veíamos, días atrás, es un pueblo de dura cerviz. Hoy los vemos murmurando porque no les gusta el maná que Dios les envía. Están cansados y sedientos y protestan: “nos da náusea este pan sin cuerpo”. Entonces llegan las serpientes venenosas.
Espiritualmente vemos aquí una enseñanza grande y una figura de lo que explica el Evangelio. El camino espiritual es un salir de la vida del pecado para avanzar por la senda de la gracia. Dios da el alimento suficiente para realizar esa travesía. El maná del desierto prefigura la Eucaristía. Quizás a veces nos parece un alimento poco sustancial porque lo juzgamos desde los sentidos. Pero nosotros no podemos decir que carece de cuerpo, porque el sacramento contiene el Cuerpo de Cristo y nos comunica toda su vida. A través del sacramento se nos da también la vida divina: la gracia. No siempre que comulgamos tenemos mociones sensibles. Incluso es posible que muchas veces no sintamos nada. Sin embargo allí sigue estando el Señor y en la Eucaristía encontramos nuestra vida y las fuerzas para llevarlo a cabo.
De la separación de la Eucaristía, o del desprecio de la misma, vienen males, que encontramos simbolizados en la imagen de las serpientes venenosas. El pueblo que rechaza el alimento del cielo es atacado por los males del mundo.
Lo sorprendente es que Dios aún así no nos abandona. Moisés, siguiendo indicaciones, forjó una serpiente de bronce. Jesús, en la cruz, cargó con nuestro pecado siendo totalmente inocente. Exteriormente alguno podría confundirlo con un condenado más que paga el justo castigo por sus crímenes. Pero, bajo esa apariencia estaba el mismo Dios y su amor por nosotros. Por eso hay que mirar la cruz. Desde ella Jesús sigue atrayendo a los hombres hacia Él.
En estos días de Cuaresma somos invitados a levantar nuestra mirada hacia el ultrajado para descubrir su corazón de carne que nos ama con amor también divino. Se nos anima a esperar la salvación de la Cruz de donde, aparentemente, no puede salir la vida. Pero quien mira con fe es reconciliado y se le abre un mundo nuevo. Quien no cree, dice Jesús, morirá por sus pecados. Quien cree encontrará en Cristo el perdón de sus faltas y la posibilidad de una vida totalmente nueva.
El salmo pide a Dios que no nos esconda su rostro. Dios no lo hace, pero nos lo muestra, envuelto de dolor y de dulzura en el Crucificado.