Siempre que leemos o escuchamos este fragmento del Evangelio no podemos menos que preguntarnos cómo ser esa sal y esa luz que Jesús dice que somos. El Señor es muy bueno con nosotros al tratarnos de esa manera, porque nos atribuye un papel fundamental en el mundo. La sal es la que da gusto a los alimentos y la luz la que nos permite ver las cosas. Sin ella no sabemos tan siquiera que están ahí.

El mismo Jesús, sin embargo, nos señala dos peligros. Por una parte la sal puede perder el gusto y entonces y entonces ya no sirve para nada. Sabemos que la sal es un excelente potenciador de sabores. Gracias a ella nos gusta más la ensalada o una carne. No estropea lo que toca sino que lo hace mejor. La sal ayuda a que aflore todo el sabor de los alimentos que acompaña.

Con la gracia sucede algo semejante. Santo Tomás de Aquino, señaló que la gracia no destruye la naturaleza. Lo cristiano, como decía Juan Pablo II y recuerda Benedicto XVI, no quita nada al hombre. Al contrario, lleva a su plenitud todo lo humano. Con Jesús somos más humanos que antes. De hecho el ha destruido al gran enemigo del hombre, que es la muerte, consecuencia del pecado.

Hay personas que temen la fe, y remolonean en su entrega, porque piensan que Dios les va a privar de algo si le abren su corazón. La realidad es otra: gracias a la fe llegamos a ser plenamente hombres. El Concilio Vaticano II señalaba que el misterio del hombre sólo se comprende a la luz del misterio del Verbo encarnado. Lo religioso no oculta la humanidad sino que la manifiesta en su verdad más auténtica. Por eso también es cierto que, cuando se prescinde de Dios, al mismo tiempo se desdibuja la imagen del hombre y, por lo mismo, la negación de Dios degrada nuestra humanidad.

Si somos sal no hemos de negar lo humano sino mostrarle su verdadera plenitud, que se encuentra en Jesucristo. Para no volvernos sosos hemos de mantener la relación con el Señor, que es de donde procede todo bien.

Hoy celebramos la fiesta de san Isidoro, que con su doctrina contribuyó grandemente a que la fe cristiana impregnara su tiempo y su mundo. Fue sal y fue luz.

La luz, nos dice el Señor, no está para ser escondida sino para iluminar. Jesucristo, lo recordábamos en la vigilia pascual, es la gran luz que ilumina al hombre. Ante Él toda tiniebla se disipa y la oscuridad desaparece. Todo cristiano participa del fulgor del Maestro. Ello supone también la misión de contribuir a dar sentido al mundo. Mientras muchos buscan a Dios a tientas, y no faltan los que se desesperan porque creen que no hay salida, los cristianos estamos llamados a testificar que hay una vida nueva y que toda la realidad se comprende a la luz de Dios.

Recordemos que en la misma vigilia pascual en la que se bendijo el fuego nuevo, los participantes en la celebración encendieron sus candelas del Cirio Pascual, que representa a Jesucristo resucitado. No tenemos luz propia sino que la hemos recibido de Aquel en quien todas las cosas alcanzan un nuevo significado y tienen su plenitu