Hace pocos días me comentaba un joven: “no soporto ser salvado por la carne”. Se refería al hecho, ineludible, de que la salvación la conocemos mediante algún testigo. Es el hecho también de la Iglesia. Aquel joven me recuerda a san Agustín cuando tenía dificultades para creer en Cristo porque no entendía que Dios infinito se hubiera humanado. La tentación de ser salvados por una especie de comunicación espiritual dirigida a nuestra persona singular es grande y reaparece con frecuencia en la historia. Ese error va unido, también muchas veces, al desprecio de la carne y es un terreno propicio para cometer todo tipo de excesos. Si Dios no se encarna entonces nuestro cuerpo no es salvado y tampoco importa mucho que hagamos con él.

En el Evangelio de hoy leemos: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Jesús es el término de nuestro caminar pero también es el medio por el que debemos ir. Es Dios y es hombre. Algo maravilloso que nos permite entrever lo que la salvación realiza en nosotros. Si en Jesucristo la divinidad santifica totalmente la humanidad también en cada uno de nosotros la gracia posibilita que hagamos de todo nuestro ser, incluido el cuerpo, una ofrenda agradable a Dios.

Meditando estos temas pienso en las objeciones que a veces se plantean, o en los falsos distingos, en los que una concepción espiritualista coexiste con una descuidada vida moral. No me refiero a la debilidad que a todos nos afecta sino a los extraños equilibrios conceptuales por los que llega a justificarse todo y conviven en el intelecto sublimes experiencias místicas junto abyectos deseos sin que se vea la contradicción que ello encierra.

Jesús se nos ofrece como camino. Es su humanidad santísima la que se acerca a nosotros para que podamos caminar, también santamente hacia la vida. Las moradas a que alude el Señor indican el reposo eterno en el gozo de Dios, donde cada uno es personalmente salvado. En ese caminar con Cristo se va creciendo en el conocimiento de la verdad y también en la vida. Si ambas se presentan como término es porque sólo al final accederemos a ellas en plenitud. Pero ya aquí, a través de Jesús, entrevemos la verdad de la salvación y de la propia existencia en el designio de Dios. Y es también por la humanidad de Nuestro Señor que se nos concede la vida.

Aquel joven, ciertamente deseoso de ser un buen cristiano, entreveía también que había de pedir la humildad. Sólo con ella podía encontrarse con aquel que se había rebajado para venir a buscarle. Sólo desde ella podía entender como dispensación misericordiosa de Dios la existencia misma de la Iglesia, de los sacramentos y de la santidad reflejada en tantas personas que ya caminaban en Cristo.