Jesús dice que a quienes dan fruto los podará, para que den más fruto. Sin embargo, la poda es algo violento. Quien ha visto o ha participado en ello se da cuenta de que se cortan muchas ramas y hojas. De hecho, impresiona ver cómo los jardineros y hortelanos despojan y pulen el árbol de una manera que, para el inexperto, parece excesiva.
Comentando el Evangelio de hoy con los alumnos de secundaria uno me hizo esta comparación: Esto sería como si un entrenador de fútbol se presentara en nuestro colegio y, después de ver como tocamos el balón, selecciona a los mejores. Esos habrán tenido mucha suerte, pero a partir de ese momento deberán entrenar duro para poder dar lo mejor de sí mismos y poder mantener la confianza del entrenador. A los demás, no se nos exigirá nada, porque simplemente se nos ha dejado de lado.
La comparación no es exacta del todo, pero apunta a algo importante. El hecho de dar fruto no nos exime de una entrega mayor ni supone para nosotros un merecido descanso. Bien al contrario, injertados en Cristo, viviendo de Él, como hace el sarmiento con la vid, en la medida en que damos fruto, Dios nos va puliendo para que podamos dar más. Las maneras cómo eso pueda darse son distintas, pero todas hacen referencia a lo mismo: hemos de purificarnos para que nuestra entrega al Señor sea cada vez más plena. En ese aspecto es muy importante la ascesis.
La palabra ya resulta algo incómoda para los oídos. Porque ascesis suena a esfuerzo, a renuncia, a trabajo… Pero la necesitamos. Sin ella nos sería difícil tratar adecuadamente las cosas, nos costaría ser generosos con los demás y no estaríamos dispuestos a vivir totalmente para Dios.
Ahora bien, la ascesis parte de un hecho: somos sarmientos unidos a Jesucristo. Nuestra vida y nuestro fruto, como sucede en la vid, dependen totalmente del Señor. Nosotros procuramos no poner impedimentos a su gracia y secundarla. La ascesis desbroza el camino poniéndonos en sintonía con el amor preveniente de Dios. Si esto se olvida convertiríamos nuestra vida en un esfuerzo para ser buenos, pero olvidando que la santidad nos es dada por Dios, quien nos la comunica gratuitamente. Eso era lo que pensaban los pelagianos, que convirtieron el cristianismo en una gimnasia y se volvieron orgullosos porque miraban su esfuerzo y no lo que Dios les daba.
Dice a continuación Jesús que, para poder dar fruto hemos de permanecer en Él. Esto ilumina la ascesis. Aquello de lo que nos privamos, o los ejercicios que hacemos para cuidar nuestro interior, buscan principalmente permanecer en Él. Por eso toda renuncia y sacrificio se ordena a estar con Jesús. Lo que parece una renuncia es una elección. Toda ascesis no se fundamenta en lo que no queremos, sino en lo que amamos, que es el Señor.
Que María no enseñe el camino para poder gozar siempre de la dicha de Jesús.