Cuando Pablo llega a un sitio nuevo, al punto, el sábado, va a la sinagoga judía a predicar a Cristo. Así lo hace al llegar a Filipos, ciudad a la que luego tendrá un cariño especial; colonia romana, en suelo europeo, formada por antiguos soldados de Antonio y por campesinos italianos, con los derechos de ciudad romana. No hay edificio, les han dicho que la reunión se hace junto al río. Y con los suyos —comienzan ahora en el libro de los Hechos los pasajes en los que el sujeto es un ‘nosotros’, como si fuera una especie de diario de viaje— allá va Pablo el intrépido. Nunca dejó de acudir primero a la reunión de los judíos para hablarles de Cristo, aunque, al final, le echaran de malos modos. Lidia, que ya adoraba al verdadero Dios —los cristianos no tienen otro Dios que el Dios de los judíos, esto es decisivo— le escucha, pues el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo. Siempre es de este modo: no somos nosotros quienes abrimos nuestros oídos a la palabra del Señor, sino que es él mismo quien nos abre el corazón para que le prestemos atención. Si estamos en situación, la iniciativa es suya. Y ese estar en situación se da de modos infinitos. Ahora, por ejemplo, era alguien que adoraba ya al verdadero Dios, pero que todavía no conocía a Cristo. Es Jesús quien se hace presente a ella. Su palabra encuentra camino para allegarse al centro de su ser. Es Cristo mismo quien se introduce como palabra, palabra de Pablo, el predicador, en su mismo corazón. Y, así, Lidia acepta todo lo que decía Pablo, nos narra el texto, y se bautiza con toda su familia. El bautismo es consecuencia de la audición, y esta lo es de la predicación. Con el bautismo se inicia una vida en Cristo. Y Lidia invita a Pablo a hospedarse en su casa. Entonces, formar parte de los que trataban la púrpura era estar en un selecto grupo de gentes muy acomodadas que se extendía por todo el Imperio. La púrpura era una carísima materia esencial en aquella sociedad. El lugar de reunión de los cristianos fue enseguida su casa.

Debemos acordarnos de que nos lo había dicho Jesús. No sólo resucitará de entre los muertos al tercer día, tras el conmovedor tocamiento de la cruz, sino que, luego, se irá de junto a nosotros. Miraremos con angustia cómo se eleva ante nuestra vista; pero no, es bueno que se vaya, pues, resucitado, carne resucitada como un día será la nuestra, porque él es Señor de misericordia, como le llama la oración colecta, se dirige al Padre. No para quedar en aquel ámbito de belleza inaudita, sino para enviarnos desde allá al Espíritu de la Verdad que procede del Padre. Y será este quien, en definitiva, nos dará testimonio de Jesús. Nos pasarán cosas horribles, nos anuncia Jesús, como también a él le acontecieron; habla incluso de muerte, cuando quien nos mate piense que estará dando culto a Dios. Mas no, no es así. Cuando llegue el momento deberemos acordarnos de las palabras de Jesús. Porque nuestras palabras entonces darán testimonio de él. Nuestras palabras y nuestras acciones, como le aconteció al mismo Cristo. Un testimonio que, como el suyo, procede del Padre, pues, tomando él la iniciativa, desde el principio estamos con él. Y estamos con él porque el Espíritu grita en nuestro interior esta palabra incandescente: Abba (Padre).