Se entrometerán lobos feroces que no han de tener con nosotros ninguna piedad, como él sí la ha tenido. Incluso de entre nosotros mismos surgirán unos diciendo cosas perversas para desviar a los discípulos detrás de ellos (como traduce Manuel Iglesias). Pobre Pablo, ¿acontecerá que todo lo que ha construido se desbarate en pura nada cuando él haya desaparecido? Sabemos que puede ocurrir; de hecho ha ocurrido no pocas veces en la historia. ¡Que emocionante: nos deja en manos de Dios y de la palabra de su gracia! Quedamos, pues, en las solas manos de Dios. Por eso, a los principales de la iglesia de Éfeso les pide, mejor será decir nos pide, que tengan cuidado del rebaño que el Espíritu Santo les ha encargado guardar. ¡Dios mío, qué fragilidad! Sí, es verdad que nos ha adquirido con la sangre de su Hijo. Mas parecería que todo queda ahora en el aire de lo quebradizo. Como si hoy Pablo, que anda de despedidas, se volviera atrás de aquella fortaleza suya: sois vasos de infinita flaqueza, pero transportáis dentro de vosotros un tesoro inconmensurable. ¡Mas no, porque quedáis en manos de Dios, y él no puede abandonaros! ¿Llegará a ser inútil el sacrificio de la cruz? Entre lloros, se pusieron todos de rodillas, y Pablo rezó. Lo abrazaban y besaban, pues sería la última vez que lo vieran.
¡Oh Dios!, despliega tu poder. Si tú no lo hicieras, ¿qué sería de nosotros? Es verdad que resplandece su majestad sobre nosotros, pero, ahora que Pablo también se nos va, quedamos perplejos ante la hondura y el peso de nuestra responsabilidad. Por eso pedimos al Señor que esté con nosotros, que nos envíe su Espíritu a manos llenas; de otro modo lo nuestro duraría apenas si un instante.
También Jesús, en su despedida, rezaba a su Padre. Guárdalos en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno. Es tan fuerte la tentación de que cada uno vaya por su lado, según sus propias voluntades, olvidados los demás, mirando sólo su pequeño yo, el ombliguillo de su propia persona, que necesitamos muchos rezos. Ser nosotros uno como él es uno con su Padre Dios. Pero él se nos va ahora; antes, cuando estaba con nosotros, nos guardaba y ninguno de nosotros se perdió, excepto el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. Todo se ha cumplido, incluso esto. Ahora se nos va al Padre, y, nos dice, que, así, nuestra alegría la tendremos cumplida. ¿Cómo, Señor, si tú te nos vas? ¿Dónde estará nuestra alegría? El mundo nos odia, Señor, como a ti te ha odiado, pues no somos del mundo, como tampoco tú has sido del mundo. ¿Tendríamos, pues, que dejar el mundo, retirarnos de él? No, tú nos dices que no, sino que te pidamos con pasión guardarnos del mal. Líbranos del Maligno. Que no caigamos en sus manos. Pero ¿cómo será esto posible? Emocionan las palabras de Jesús: santifícalos en la verdad. Su palabra es verdad. También nosotros somos enviados al mundo, para que el mundo reciba la salvación de quienes creen en la cruz de Cristo, que es también nuestra cruz. Tú me enviaste al mundo, dice a su Padre Dios, así él nos envía a nosotros al mundo. Él ha sido santificado por el Padre y, por ello, nos santifica a nosotros en la Verdad.
¿Cómo Señor será esto?, ¿cómo? Enviándonos su Espíritu Santo que haciendo morada en nosotros gritará desde nuestro corazón: Abba (Padre).