Este curso habré hablado personalmente durante más de dos horas con más de 150 parejas de novios. La gran mayoría viven juntos antes de casarse (esto es un barrio nuevo y en cuanto les dan la casa…. ancha es Castilla). Siempre les hago una pregunta: ¿Qué tal os lleváis con Dios?. Todos me han contestado que bien o muy bien. Parece que Dios va por un lado y la vida por otro. Yo puedo excluir a Dios de partes importantes de mi vida y como no me regaña pues las cosas van bien. Dios se ha vuelto un complemento: es bonito, adorna, te da cierto caché pero es completamente prescindible.
«He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer, hasta que se cumpla en el reino de Dios.» Es verdad que nosotros podemos olvidarnos de Dios, pero Dios no se olvida de nosotros. Jesús tiene pasión por cada uno de nosotros. No se queda en palabras, los hechos de su vida -y de su muerte-, son los que hablan. “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron, ¿quién meditó en su destino?” Nosotros hoy meditamos en su destino, pues el nuestro está íntimamente ligado al suyo desde nuestro bautismo. Ojalá meditar en la pasión de Cristo no fuese un acto puntual en semana santa, sino que la pasión de Cristo mueva nuestras vidas. No tiene que movernos desde la sensiblería o la lástima, sino desde nuestro sentido de la realidad de nuestra vida. Hemos sido redimidos y Dios Padre entregó a su propio Hijo por ti y por mi. Por nuestras tonterías, nuestros olvidos, nuestros egoísmos, nuestra cerrazón de corazón tenemos un crucificado que preside nuestras iglesias y cuelga en nuestro cuello. Cuando levanto la vista del teclado veo un crucifijo y aunque, tristemente, me he acostumbrado a verlo, de vez en cuando me quedo mirándolo y me pregunto ¿es por mi? y me tengo que responder que sí, por mi, por mis pecados, por mi falta de correspondencia al amor de Dios.
Pero a pesar de tantos olvidos, de tantas parcelas de nuestra vida que dejamos al margen de Dios, Él no tiene reparo en sentarse con nosotros, con sus discípulos, y explicarnos una y otra vez el alcance del amor de Dios. Y poco a poco, mirando al crucificado, me voy preguntando ¿Cómo puedo ver tan de cerca el pecado y no sentir asco, repugnancia, casi rozando el odio, por los pecados? Siento que no tengo fuerza para cargar con tanta indignidad y abandono. Y entonces, ante el Sagrario y el crucificado te das cuenta de una realidad: sólo Cristo es el sumo y eterno sacerdote. Yo no cargo con nada, no perdono a nadie y me entrego muy poquito… Cristo es el único sacerdote y es él el que carga con tanta miseria que tengo que ver, escuchar y palpar.
Hoy es un día para agradecer, para adorar y para contemplar. Él es el que carga con los pecados del mundo y nosotros -ya sea desde nuestro sacerdocio ministerial o común-, sólo podemos agradecer que Jesús cargue con todos os pecados del mundo. Hoy es un día para contemplar nuestra pequeñez y la grandeza del sacerdocio de Cristo. Hoy sólo puedo decir: ¡Gracias!.
Que María, madre el único y eterno sacerdote y de todos nosotros, nos ayude a estar al pie de la cruz, haciendo muy poco pero haciendo mucho Jesús a través de nosotros.