Melquisedec es ese sacerdote misterioso del que no se conoce la procedencia pero que la Iglesia siempre ha tomado como prefiguración del sacerdocio de Jesucristo. Se contrapone al sacerdocio aaronita, que venía por linaje. La primera lectura y el salmo nos hablan de Melquisedec. Abraham le ofrece las primicias, signo de que es un personaje importante. El salmo, a su vez, alude a un sacerdocio eterno según el rito de Melquisedec.
Jesucristo es sacerdote, y lo que ofrece es su propio cuerpo. A ello hace referencia san Pablo recordando la institución de la Eucaristía: “lo partió y dijo, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”. Jesucristo se ofrece por nosotros en el sacrificio de la cruz y, a su vez, nos deja el sacramento de la Eucaristía como memorial de su Pasión. En la liturgia la palabra “memorial” (hacer memoria) no indica sólo el recuerdo, sino también la actualización de lo que se celebra. Por eso, cada vez que se realiza el sacrificio del altar, se actualiza la entrega de Jesús en el Calvario.
El Papa Juan Pablo II ha hablado de una triple sacramentalidad de la Eucaristía:
Sacramento Sacrificio: Jesús se ofrece al Padre por nosotros. Todos los que participamos de la Misa podemos unirnos a esa ofrenda.
Sacramento Presencia: bajo la apariencia de pan y vino está Jesús verdaderamente presente con su cuerpo, sangre, alma (porque está vivo) y divinidad.
Sacramento comunión: cuando comemos el pan y bebemos el cáliz recibimos verdaderamente a Jesucristo. Comulgar es lo más importante que hacemos cada día y, como señalaban los padres, es un alimento que nos transforma (nos diviniza).
La Eucaristía se denomina también sacramento del Amor por dos motivos. En primer lugar, porque es signo del amor que Dios nos tiene. Su amor es tan grande que inventó este medio para seguir presente en medio de nosotros y aún dentro de nosotros. En segundo lugar, porque en la Eucaristía aprendemos a amar como Jesucristo nos ama. El Evangelio de hoy permite establecer esta conexión. Jesús multiplica los panes y los peces, imagen velada de lo que será la Eucaristía, pan partido para todos los hombres, pero a su vez dice a sus apóstoles, “dadles vosotros de comer”.
¿Cómo puedo hacer yo lo que parece estar reservado exclusivamente a Jesucristo? La respuesta es fácil: lo puedo todo porque no estoy solo sino que Cristo está conmigo. Jesús no nos pide sólo que hagamos una obra social, eso está al alcance de cualquiera, sino que quiere que ejerzamos la caridad. Esto sólo lo podemos hacer si Dios, que es amor, está con nosotros. En la Eucaristía aprendemos a amar. Pero para ello es muy importante comulgar en las debidas condiciones, es decir, sabiendo a quién vamos a recibir y con el alma limpia de pecado mortal. Si cuidamos ese encuentro tan íntimo con el Señor experimentaremos, casi sin darnos cuenta, un enorme progreso en nuestra vida espiritual.