El texto que hoy leemos en el evangelio resuena en nuestro corazón. En todo hombre hay lo que san Agustín llama “memoria Dei”. Según esta podemos reconocer la verdad, la bondad y la belleza porque hay como una disposición en nuestro corazón para ellas. Podemos decir que cuando nos encontramos con algo verdadero nuestro corazón se satisface, y lo mismo sucede con la bondad y con todo lo que es hermoso. En definitiva, como dice el mismo santo, estamos hechos para Dios y, mientras no lo encontramos experimentamos la insatisfacción.
Pero hay textos como el de las Bienaventuranzas que nos cautivan por su singular belleza y ello a pesar de que resultan paradójicas y contienen mucho de exigencia. Jesús dice, por ejemplo, que son felices los que lloran. Aunque en un primer momento pensemos que eso no puede ser verdad, porque huimos continuamente de las lágrimas, sin embargo intuimos que es cierto y que muchas veces nos habría gustado llorar en vez de salir victoriosos, porque habríamos sido más felices.
Por tanto, el Señor lo que hace es desvelarnos algo muy profundo y que por otra parte tiene que ver con el día a día. ¿Cuántas veces, para quedarnos satisfechos, no hemos descargado nuestra ira contra los demás o, como se dice, lo hemos soltado todo? Pero, después, ¿qué queda? Sólo amargura.
Bienaventuranzas, por tanto, nos sitúan en una perspectiva muy profunda: la de nuestro verdadero bien. Pero también nos damos cuenta de que están más allá de nuestras posibilidades. Intentamos ser felices, como nos muestra el Señor, pero continuamente caemos en nuestras propias trampas y buscamos la “falsa felicidad” de quedar bien, ser reconocidos, no pasar privaciones, evitar las molestias físicas y espirituales… continuamente nos sorprendemos buscando atajos para la felicidad.
Pero las bienaventuranzas son el mismo Jesús, nos describen su persona. Porque también al contemplarlo experimentamos la misma sorpresa. El Señor aparece desprendido de todo y al mismo tiempo lo ama todo. Transita los caminos que nosotros evitamos y tiene una plenitud que desconocemos y nos desconcierta. Lo tiene todo y se acerca a nosotros. La felicidad que Jesús nos dibuja en las bienaventuranzas coincide con su ser. Por eso el camino de la felicidad pasa por pegarse totalmente a Él. Esa identificación puede conducir, como se lee en la última bienaventuranza, en ser perseguidos. Entonces se muestra que hemos alcanzado lo pretendido, porque sufrimos su persecución, por su nombre. Nos quieren arrebatar lo que todo el mundo busca, la felicidad, aunque no todos la pretenden de la manera adecuada.
Pidamos a María Santísima que nos ayude a configurarnos a su Hijo Jesús. Que ella nos eduque para que nunca dejemos de desear la auténtica felicidad, la única que nos va a saciar en plenitud.