El mandamiento del amor desborda lo que el hombre puede alcanzar a ver con las solas luces de su inteligencia. Lo hemos oído muchas veces: “¿Por qué tengo que tratar bien a quien me hace el mal?”. La respuesta última es : “Porque así lo hace Dios”. Ciertamente, cuando escuchamos las palabras de Jesús inmediatamente pensamos en cómo Dios nos ama a nosotros, que no somos buenos. Es su amor el que nos rescata del mal en el que vivimos y el que nos da nuevas oportunidades. Amar a los enemigos, ¡qué difícil! Pero hay algo que sabemos por experiencia y es que cuando nos hemos comportado de esa manera, siguiendo las palabras del Señor, hemos sido más felices. Eso no lo podemos negar.
El Padre Kolbe, que derrotó a la furia nazi ofreciendo su vida en el campo de concentración de Auswitch decía: “Sólo el amor es creador”. Sólo el amor tiene capacidad para hacer las cosas nuevas. Y es el amor, no abstracto sino manifestado en Jesús, Dios que se ha hecho hombre, el que puede cambiar los corazones. Jesús une el mandamiento de amar a los enemigos a la perfección de Dios. Es más, lo indica como el camino para ser santos como Dios es santo. Amar a los enemigos es participar de la misericordia de Dios, entender cómo Él se ha comportado con nosotros.
Muchas veces exigimos, a quien se ha enfadado con nosotros o nos ha ofendido, que dé el primer paso. No nos damos cuenta de que en nuestra vida las cosas no han ido así. Como indica san Juan, Dios se ha avanzado a amarnos. No hemos sido nosotros los que le hemos querido. Es más, al amarnos nos ha hecho buenos y nos ha dado la capacidad de amar. Bastaría pensar un poco en ello para cambiar nuestra forma de actuar.
Fijémonos en la primera lectura de hoy. Ayer sentíamos una santa indignación al ver cómo Ajab se había apoderado de la viña de Nabot y había permitido su muerte para satisfacer un capricho. Hoy, sin embargo, no podemos dejar de alegrarnos al descubrir el proceder de Dios. Le envió un profeta que puso ante la conciencia del rey todas las maldades que había cometido y le anunció el castigo que merecía por sus faltas. El rey se conmueve ante aquello y hace penitencia. Por su humillación Dios atenúa el castigo. Y nosotros no podemos dejar de alegrarnos por un Dios tan misericordioso incluso con un pecador tan grande. Porque sabemos que con nosotros hace lo mismo. Aún más, sabemos que Jesús, con su pasión y muerte, ha pagado por nuestras culpas.
Descubrimos también, a la luz de esa lectura, que corregir al que se equivoca, hacerle saber lo que ha hecho mal e incluso advertirle de las consecuencias (los castigos del Antiguo Testamento son figura de las penas eternas del infierno), es una obra de misericordia. Y es verdadero amor porque ayuda al otro a salir del mal. Sólo el amor rescata a la persona. Dios cuando nos corrige nos ama. Lo mismo deberíamos hacer nosotros.
Amar al enemigo es querer que se salve. Es desear que pueda gozar de la felicidad del cielo. Debemos pedirle al Señor que nos enseñe a amar a todos los hombres como los ama Él, que no quiere la muerte del pecador si no que se convierta y que viva. Que la Virgen, Madre de misericordia, nos ayude a ser perfectos según la medida de su Hijo.