2Re 19,9b-11.14-21.31-35a.36; Sal 47; Mt 7,6.12-14

Es hermosa la oración de Ezequías, rey de Judá, cuando Senaquerib, rey de Asiria, manifiesta en una carta que viene a por él. Imposible resistirle; su ejército es demasiado potente, está acostumbrado a la victoria. ¿Qué hacer? Invoca a su Dios, el único. El Dios de todos los reinos. Quien hizo el cielo y la tierra. Tal es la certeza de la que Ezequías parte. Pequeño pueblo, pero gran Dios. Un Dios, el suyo, que abre sus oídos para escuchar su oración. El pequeño rey de Judá no lo duda. Sabe cómo él le escucha y le escuchará siempre. Porque Senaquerib viene para ultrajar al Dios vivo. Los reyes de Asiria han asolado, destruyéndolos, todos los países y territorios, pero ahora es distinto, porque ahora se trata de hacer ver cómo todos los dioses de esos pueblo destruidos no eran dioses, sino hechura de manos humanas, leño y piedra. No ocurre lo mismo con el Dios de Judá. Ahora, pues, reza Ezequías, todos los pueblos van a saber que tú sólo, Señor, eres Dios. La oración no busca arreglar una situación política más que delicada. Quiere poner de relieve la importancia del Señor su Dios, el único, el verdadero. Hacer ver cómo todos los demás, incluidos los de los asirios, son barro y madera.

Yo escudaré a esta ciudad para salvarla, responde el Señor a la oración del rey de Judá. Aquella misma noche salió el ángel del Señor e hirió al campamento asirio. Es una muestra del poder del Señor, porque no mucho después Jerusalén será conquistada. Pero en el intermedio se ha hecho patente la palabra del Señor: en Jerusalén saldrá un resto, del monte Sión los supervivientes. Es un mensaje de esperanza, del que Ezequías contempla las arras. Tu reinado no desaparecerá de sobre la faz de la tierra, como sí acontecerá con los asirios y con tantos imperios que han de venir. Se creerán fuertes, te despreciarán, despreciarán a tu Dios. Mas no podrán exterminar ese resto. Para siempre sobrevivirán esos pobres del Señor. Esa pequeña migaja vencerá al imperio, porque el Señor está con él y él lo ha de proteger siempre. No pienses que habrás de ser un gran imperio también tú, eso no, pero ese resto, cuidado por la mano del Señor, tu Dios, vivirá para siempre, como bandera del poder de nuestro Dios.

Porque Dios ha fundado la ciudad de Jerusalén para siempre. Es la ciudad de nuestro Dios. Nadie la derrotará. Ciudad que baja de lo alto. Vértice del cielo, ciudad del gran Rey. ¡Oh Dios!, meditamos tu misericordia en medio de tu templo. Tu diestra llena de justicia nos acompaña para siempre. Nunca nos has de abandonar.

¿No es esta una insensata oración que deja todo lo nuestro en las manos únicas de nuestro Señor? ¿No es esta una puerta bien estrecha en la que debemos confiar, alejándonos de anchos caminos que nos llevan a la perdición? Pocos dan con esa puerta. Sólo un resto. El resto de los creyentes. María, la madre de Jesús, es ejemplo de ellos. Gente sin ningún poder. Gente pequeña y escondida. Pero con la que está el brazo potente del Señor. No han de ser los vuestros discursos grandilocuentes que tiran lo valioso a los perros y a los cerdos —terribles palabras de Jesús—, porque no lo apreciarán y os destrozarán. Somos un pequeño resto, amenazado, ultrajado, pisoteado, poderosos ejércitos vienen contra nosotros. Pero no importa, la mano fuerte del Señor, llena de justicia, está con nosotros.