Amós 2,6-10.13-16; Sal 49; Mt 8,18.22

El salmista nos pone sobre aviso. Demasiadas veces olvidamos a Dios. ¿Cómo? Quizá no en palabrejas, que esas las solemos tener muy bien compuestas, pero sí vendiendo por dinero al pobre y al inocente, dejando que se revuelque en el polvo quien nada tiene y torciendo los procesos de los indigentes. Las palabras de Amós, profeta del Señor, son duras. Recordándonos lo que hizo el Señor por nosotros, nos pone en evidencia de cómo somos. De cómo hemos utilizado nuestra libertad para olvidarle. Para ponernos a nuestro propios afanes. Para marginar el precepto del amor. Porque hemos entendido que ser libres es buscar nuestro propio bien, aunque sea pisoteando a quienes tienen menos, a aquellos a los que sólo debiéramos darles amor. Por eso, ¿qué nos dice el profeta Amós? Que el Señor nos aplastará en el suelo. Que nos dejará de su mano. Que permitirá que nos cozamos en esa nuestra libertad egoísta y altanera, aquella que se olvida del amor; amor a Dios y amor al prójimo. Llegará el día en que huiremos desnudos. Revestidos sólo de nuestra propia libertad olvidadiza del prójimo, que sólo lo busca para aprovecharse de él.

Palabras, palabrejas muy bien recitadas, siempre hablando del Señor, pero detestando sus enseñanzas y echándonos a la espalda sus mandatos. Ladrones. Adúlteros. Soltando nuestra lengua para el mal. Engañadores. Eso es lo que somos. Hacemos de nuestros hermanos enemigos a abatir. Mas el Señor no se calla. Cuidado, pues, que el Señor desmochará esa libertad lenguaraz y olvidadiza. No es eso lo que busca de nosotros. No nos ha hecho libres para que tomemos esos caminos de desidia, de opresión y de pecado. Es verdad que esos caminos pueden ser los nuestro; que tantas veces son los nuestros. Mas ¿nos quedaremos ahí? ¿No nos será posible otra realidad? ¿Nuestra libertad sólo podrá llevarnos por caminos de deshecho, lejos de nuestro Dios ahuyentados de él, caminos por los que vamos, muy distintos de aquellos que planeaba el Señor para nosotros en su creación y en su alianza con nosotros? ¿Seremos libres sólo para estar contra nuestro Dios y contra nuestros hermanos?

Enganchan las palabras de Jesús en el evangelio. Habla de seguimiento. Tú, sígueme. Ese será nuestro camino de libertad, seguir al Señor. Él nos marca por dónde debemos conducirnos. Cómo, de ese modo, ejercemos de verdad la libertad de quienes hemos sido creados a su imagen y semejanza. Camino de libertad que nos lleva a nuestro hermanos; que nos dirige al amor; que nos pone en el ámbito del amor, amor a Dios y amor a los hermanos. Camino que nos hace ver cómo el gesto de Madre Teresa acariciando a un moribundo, indigente tirado en medio de la acera de la gran ciudad al que sólo cabe esperar la muerte abandonada, cumple un gesto de suprema libertad, porque de supremo amor. El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza, y Madre Teresa lo entiende de maravilla, por eso encuentra a Jesús en ese moribundo, al que sólo cabe acariciarle, sostenerle en sus brazos, llorar ante él con profunda congoja ante su desvalimiento total. Es el mismo Jesús muriendo en la cruz. En él, nos encontramos con el Señor. De este modo, estando ahora al pie de la cruz, junto a María, su madre, junto a algunas mujeres, junto al discípulo que tanto amaba, se da a nuestros caminos de libertad el asistir a aquél lugar en donde entonces no nos encontrábamos.

Tú, sígueme. Esos son nuestros caminos de libertad.