Ef 1,19-22; Sal 116; Ju 20,24-29

Debemos estar muy agradecidos a la rudeza del apóstol Tomás, quien no se fió de los otros, porque aseveró lo evidente: que no creería en la resurrección del Señor mientras no metiera sus dedos en los agujeros de las manos y su mano entera en la herida del costado. Era obvio. Tomás tenía los pies en la tierra. No quería dejarse engañar por coploserías de gentes sin seso que lanzan al vuelo cualquier imaginación mentirosa. Él, como nosotros, había visto desde lejos el espectáculo de la cruz. Sabía muy bien lo que había acontecido. Su Jesús estaba muerto y bien muerto. No cabía duda. Nadie podía venir a él con engañiflas y aventuras de cabezas calientes. Él estaba muy bien colocado en la comprensión exacta y real de las cosas. ¡A mí con cuentos!

Pues bien, ese pie a tierra de Tomás nos sirve a nosotros para algo que nos es por demás importante: nos hace ver la extrema corporalidad del Jesús resucitado. No, es verdad, no son imaginaciones de mentes calenturientas que ven lo que quieren donde no lo hay. Puedes tocar, puedes palpar. Puedes meter tus dedos. Puedes meter tu mano. No soy un fantasma. No me vendo en imaginaciones. Mi existencia es tan carnal como la tuya. Mira, mete tu mano en mi herida. Pon tus dedos en los agujeros de los clavos. Tocándome a mí en mi cuerpo resucitado, estás tocando a Dios. Toca a Dios en mis agujeros y en mi herida. Porque Dios puede ser tocado en la carne sufriente, muerta en la cruz, que es, ahora ya, no carne muerta, sino resucitada. Y no seas incrédulo, sino creyente. La respuesta de Tomás es de una dignidad sobrecogedora: Señor mío y Dios mío. Y, siendo creyente y no incrédulo, reinicia su camino de libertad en seguimiento del Jesús resucitado. Junto a los demás. Con Cristo viviente. Recibiendo el Espíritu Santo. Nace la Iglesia con él y con los otros apóstoles, reunidos junto a María, la Madre de Jesús, y otras mujeres. Porque ahora, con Cristo resucitado, con su cuerpo glorioso, aunque de carne y hueso como el nuestro, no virtual e imaginario, en la Iglesia tocamos a Dios.

¿Cómo?, ¿tocando a quién tocamos, tocamos a Cristo resucitado? Recordemos de nuevo el gesto de Teresa de Calcuta acariciando la mano del moribundo tumbado en la acera, cuando nadie pone atención sobre él y le deja morir en su pequeña cruz. Esa caricia es dos cosas a la vez: caricia del cuerpo resucitado de Jesús en el muriente, en el que podemos meter los dedos en la llaga de su indigencia suprema o la mano en la herida del costado que indica la muerte tan cercana, tan aherrojada en la pura nada. Como Cristo en la cruz, mejor, Cristo en la cruz. Y, a la vez, caricia de Dios al cuerpo de su hijo abandonado y muriente en la soledad de su vida y de su muerte. El gesto de la caricia es gesto de Dios por medio de su Iglesia. Parte del drama que se juega entre Dios y nosotros a través de la palabra y los gestos que encontramos en Jesús, en su muerte y en su resurrección, en su ascensión a los cielos, en la venida del Espíritu Santo. En ese gesto, en esa pequeña caricia al moribundo echado en el suelo, se resume el drama entero del Dios con nosotros.

Tomás ha sido ocasión para que comprendamos cómo, tocando de esa manera, somos creyentes.