Ayer hablaba un momento con un joven que (tras enterarse que los curas estudiábamos algo para ser sacerdotes y no nos elegían en la lotería), me decía que su ambiente era muy ateo, pero que el sí creía en Dios, aunque no en Jesús y esas cosas. ¿Y eso?, le pregunté. Pues que todo esto tiene que haber salido de alguien, eso lo tenía bastante claro, pero ya el resto era harina de otro costal. Es curioso. Cuando a Jesús le hemos vaciado de significado, le hemos hecho un hombre excepcional, un profeta, una buena persona para acercarlo a la gente, la gente ha dejado de creer en Jesús. Tiene su sentido. Volvamos a un Dios creador primigenio (y eso sin haber oído hablar de Aristóteles, son unos genios los tíos), pero distante, alejado y que cuanto menos me influya mejor. Y lo que está lejos se ve pequeñito, birrioso. Desde unos kilómetros de distancia cualquiera se ve capaz de escalar el Everest .

« ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos.» Me gusta cuando la Biblia nos cuenta la magnificencia de Dios. Esos serafines, querubines y ángeles llenos de alas, de ojos, de bocas y de tantas cosas que son imposibles de imaginar. Contemplar el poderío y la grandeza de Dios en nuestra oración nos tiene que ayudar a dar gracias y a sentir que somos muy grandes y sin ningún temor pues Dios mismo ha querido fijarse en nosotros. “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo.” La grandeza de Dios es una maravilla. En ocasiones nos gusta dominarlo todo, controlarlo y que todo sea comprensible en nuestra pequeña cabeza… pero ¿quién no se ha sentido extasiado y asombrado ante lo inabarcable? Un paisaje desde lo alto de un monte, el océano, el cielo estrellado, la profundidad de una sima. Nos sentimos pequeños, casi inapreciables, pero que formamos parte de ese algo tan excepcional. Algo así es Dios, ha querido participar de nuestra naturaleza humana, se ha hecho igual a nosotros excepto en el pecado, pero a la vez sabemos que es un inmenso mar de sabiduría, misericordia y amor por nosotros. Nos supera en lo alto, lo ancho y en la profundidad y, a pesar de todo, nos ha llamado por nuestro nombre.  Contemplar la grandeza de Dios con cierto temor o vértigo nos ayudará a valorar lo pequeño. Nunca podremos hacer nada más grande que Dios ni nada que se asemeje a su acción en el mundo, por eso a Dios sólo podemos ofrecerle nuestra pequeñez.

La oración de contemplación es zambullirse en ese misterio, donde sobran las palabras y los razonamientos, sólo podemos quedarnos extasiados, con la boca abierta y tal vez decir como Isaías: “¡Ay de mí, estoy perdido!”, y en vez de escuchar una reprimenda por contemplar su grandeza escucharemos una petición: «¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mi?» Y si somos personas de bien sólo podremos decir: «Aquí estoy, mándame.»

¿Cómo iba nuestra Madre la Virgen a negarle nada a Dios si vivía imbuida en su grandeza? Ella dijo la verdad más grande: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.” Que estas sean también nuestra respuesta.