Últimamente he celebrado muchos entierros. Reconozco cierto peligro porque, como en todo lo que se repite con cierta prisa, acaba uno manufacturando sin demasiadas contemplaciones, como quien enlata tortillas a la francesa. Nunca sé muy bien lo que hay que decir a los familiares. Creo que me entendería mejor con el difunto a solas porque ambos, él y yo, sabemos que necesitamos misericordia.
El ritual está pensado para pedir perdón a Dios por los pecados del difunto y, confiando en la infinita misericordia de Dios, abrirnos a la esperanza en su bondad. Se confía desde la condición de pecador, como leemos hoy en la primera lectura del profeta Jeremías. Pero las familias están empeñadas en que quien ha muerto era muy bueno (o al menos eso es lo que quieren que se sepa de él). A mí esa capacidad para descubrir las virtudes de otros me conmueve. Porque no siempre somos capaces de reconocer las bondades del prójimo. Pero aún así, sabiendo y dando gracias a Dios por todo el bien que nos ha llegado a través del difunto, a veces se hace difícil rezar con la familia si no se espera nada e Dios. Ciertamente hay gente para todos los gustos, pero muchas veces no esperamos ser salvados porque no nos reconocemos indigentes.
Lo de Jeremías de hoy me parece tremendo. Su país está desolado por la guerra e incluso los sacerdotes “vagan sin sentido por el país”. Porque todo ha caído y ni siquiera la religión se sostiene. En esa situación de dolor, el profeta clama, se queja a Dios. Su lenguaje es duro pero verdadero. Empieza con una increpación y acaba con una pregunta que se abre a un futuro consolador.
“¿Tiene asco tu garganta de Sión? ¿Por qué nos has herido sin remedio?”. El lenguaje bíblico es más atrevido que el nuestro porque es más realista. No hay en él los recovecos de quien pretende engatusar ni el cálculo de quien habla ocultando cosas. Por eso junto a ese grito hay una confesión: “Señor, reconocemos nuestra impiedad, la culpa de nuestros padres, porque pecamos contra ti”. Y junto a ese humillarse por las faltas propias y de todo el pueblo se apela al honor de Dios. Hizo una Alianza con su pueblo y muestra su grandeza guardándola a pesar de que Israel es infiel.
En nuestro caso la Alianza, el compromiso de Dios, aún es mayor. Porque el nuevo pacto se selló con la sangre de su Hijo. Por eso reclamamos a Dios misericordia desde nuestras faltas. No tenemos derecho, pero si nos arrepentimos, podemos confiar en su misericordia. Por eso podemos tener esperanza, como se muestra en la pregunta final del profeta, que es una afirmación: “¿No eres, Señor, Dios nuestro, nuestra esperanza, porque tú lo hiciste todo?”.
Quizás lo que más nos aparta de Dios es nuestro ego inflamado, en crecimiento continuo, con una inflación imparable. Sólo Dios es grande, y nosotros, cuando nos sabemos pequeños ante él, que lo ha hecho todo, podemos esperarlo también todo de él.
Que la Virgen María interceda por nosotros y nos enseñe la humildad de la esclava para poder, con ella, cantar las maravillas del Señor.