Del evangelio de hoy me quedo con las palabras “lleno de alegría”. Ha encontrado un tesoro en un campo y tiene que hacer dos cosas. Primero vender todo lo que tiene; después comprar el campo. Pero lo impresionante es que lo hace con alegría porque ha encontrado un tesoro.
Me gusta releer de vez en cuando La Isla del Tesoro, de Stevenson. El entusiasmo del pequeño Jim, mucho mayor que el de el resto de protagonistas, embarcándose, dejándolo todo en busca de un tesoro. No tiene más que un mapa, pero desea ardientemente conseguir aquel tesoro.
En la vida cristiana también hay un tesoro que nos llena de alegría. Es el encuentro con Jesucristo y la vida que nos ofrece. Muchas veces se ha visto el cristianismo como una privación, un vivir con menos gas, una existencia a medias. ¡Como si nos quitara algo! Pero el desprendimiento, la lucha ascética, el esfuerzo… nacen de un encuentro, de un tesoro que se nos ha dado en esperanza. Por eso puede venderse todo.
Wilde comentando este texto viene a decir que venderlo todo es llegar a la verdadera humildad, desprenderse de lo que nos cierra a la gracia, y aceptar desde nuestra pequeñez que Dios nos lo dé todo.
Lo opuesto a esta alegría es la acedia. Una especie de tristeza por los bienes espirituales y por lo arduo de alcanzarlos. Pero quien tiene a Cristo lo tiene todo, ya en esta vida, y después la eterna.
Venderlo todo para poder comprar lo que de verdad importa. Es decir, desprenderse de todo para que nada nos impida conseguir lo que Dios nos ofrece. Vaciar, como diría san Agustín, nuestro odre del vinagre que contiene para poder llenarlo con la miel del Señor.
La experiencia de esa alegría se encuentra en todos los santos, pero ha sido singularmente san Francisco quien la ha expresado de una forma muy particular. El pobre de Asís lo deja todo, quedándose literalmente desnudo, porque ha encontrado a Dios, lo ha descubierto como Padre y no quiere que nada le prive de Él. Por eso irradia una alegría contagiosa y es poseedor de una felicidad incomparable.
Si nos analizamos un poco descubrimos en seguida que la fuente de nuestra tristeza, no pocas veces, está en que no hemos sabido desprendernos de algo, de dinero o de tiempo, o del apego al propio yo (porque quien lo deja todo pero se enorgullece, sigue sin haber vendido el campo). También puede suceder que la tristeza venga de querer permanecer con lo que ya tenemos y además poseer el tesoro. Como si Jim se hubiera quedado en la posada con su madre y hubiera volado sólo con la imaginación hacia la isla del pirata. Ese cristianismo a medias no nos lleva a la felicidad.
Pidamos a nuestra Madre, la Virgen de la Alegría, que nos ayude a ser capaces del desprendimiento interior, a dejarlo todo en manos de Dios para que Él pueda regalarnos el gran tesoro de su Amor. Como decía santa Teresa, “sólo Dios basta”; sólo Él puede colmar la medida de nuestro gozo.