Jeremías es un profeta tímido que, por anunciar el sometimiento de Israel al imperio babilónico, fue considerado un traidor por sus connacionales. Es un caso típico de auditorio al que sólo se le puede anunciar lo que desean escuchar. Por eso durante el reinado del rey Joaquín (609-598 a.C.) Jeremías sufrió mucho. También, como vemos en la primera lectura de hoy, al ser incomprendido por los sacerdotes. Jeremías, en efecto, anunció la destrucción del templo. Esta amenaza pretendía ser un correctivo al formalismo religioso de los judíos.

Jeremías no tiene la fuerza de Isaías y, temperamentalmente, resulta un hombre retraído y solitario. Sin embargo sorprende, en toda su vida, como con la ayuda de la gracia de Dios es capaz de permanecer fiel a la misión que se le ha encomendado. Siempre la misión fue superior a sus fuerzas y, aunque a veces se lamenta ante el Señor por el peso de la carga que ha de sobrellevar, nunca fue infiel.

En la primera lectura vemos como el objetivo de todas las palabras de Jeremías es mover a la conversión. Dios espera de aquellos hombres que se conviertan de su mala conducta. Meditando sobre este texto caigo en la cuenta de que una de las cosas que más nos cuesta es que nos digan que religiosamente lo hacemos mal: que nuestro culto no es todo lo puro que debiera o que nuestra piedad es imperfecta. Si en general nos molesta cualquier correctivo que se nos haga, mucho más cuando se refiere a lo religioso.

Por eso reaccionan amenazándolo con la muerte. Podían permitirle muchas cosas, pero que anunciara la destrucción del templo equivalía a decir que todo el culto que se realizaba en él era vacío. En ser declarado “reo de muerte” hay un paralelismo con el mismo Jesús, que también anunció la destrucción del Templo de Jerusalén.

Un profeta habla en nombre de Dios. Su misión consiste en hacer llegar a los hombres un mensaje que no nace de su inventiva ni responde a sus intereses personales ni tampoco a lo que vaya a agradar al auditorio. Es buen profeta en la medida en que no tergiversa lo que se le ha mandado. Sus oráculos no son suyos.

El auditorio de Jeremías no lo aceptaba porque no respondía a sus expectativas. Querían oír otras cosas. No se trataba aquí, como puede sucedernos en alguna ocasión, de que el lenguaje o los modos de Jeremías les llegaran más o menos. El problema es que estaban disconformes con su contenido. No aceptaban la corrección de Dios y, por decirlo en lenguaje periodístico, decidieron “matar al mensajero”.

Por más tentativas que hicieron por negar a Jeremías no pudieron evitar que sus palabras se cumplieran. Israel cayó en la cautividad y el templo fue destruido. Al pueblo le sobrevino la desgracia y, de nuevo, hubieron de recuperar la experiencia religiosa, hubieron de volver a descubrir a Dios, que no dejó nunca de serles cercano.

La misericordia del Señor es infinita y por eso a veces nos corrige. Uno de los peores males es permanecer en una fe deformada, labrada a nuestra conveniencia. Que la Virgen María nos ayude a conocer en cada momento lo que el Señor espera de nosotros.