Ez 9,1-7.10,18-22; Sal 112; Mt 18,15-20

La Gloria del Señor se levantó para ponerse en el umbral del templo, y dijo al hombre vestido de lino: marca en la frente a los que se lamentan afligidos por la abominaciones que se cometen, y extermina a los demás. Porque Jerusalén revienta de sus pecados y llega el momento del castigo. Aunque el escarmiento no caerá sobre los inocentes, sino que cada uno será responsable de sí (Ez 14,12). Acabad con los demás, pero a ninguno de los marcados toquéis. Luego, la Gloria del Señor se alejó y se colocó sobre los querubines, sobresaliendo sobre todo. Muy hermosa la imaginería del profeta Ezequiel. En los antiguos tiempos cada individuo formaba parte solidaria de un grupo, pero ahora con los profetas la responsabilidad se hace personal. En el NT san Pablo hará una la reivindicación personal y la solidaridad de grupo, tanto en el pecado como en la gracia, en la formidable analogía entre Adán y Cristo (Rom 5,12-19).

La Gloria se eleva sobre el cielo de modo que alabemos al Señor, nosotros siervos suyos. Bendigamos su nombre por siempre. Porque el Señor se eleva ahora sobre todos los pueblos, no para castigar, sino para perdonar si, en pensamientos y en obras, en la vida personal y en la vida solidaria, es lo nuestro alabanza suya. Porque lo suyo es buscar nuestra salvación. El pequeño versículo del aleluya nos lo dice de nuevo con palabras de Pablo: Dios estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación (2Co 5,19). Porque él busca librar y perdonar, no castigar en escarmiento. Aunque nuestro corazón fuera negro como la pez. Qué hermosura la cantidad de veces que Jesús nos dice estas palabras de consuelo, palabras de limpieza y tersura, no de condena, que llegan al fondo de nuestra alma para abrirnos las puertas a ser de otro modo con su ayuda, a alcanzar con su gracia y su perdón nuestro verdadero ser. Anda y no peques más. ¿Seremos capaces de abrirnos a esa liberación?

Mientras tanto, Jesús desgrana por dónde debe ir nuestro comportamiento para ser como él es. Cómo podemos nosotros corregir a nuestro hermano, de modo que tampoco él peque ya más. Y podemos ver que no es un blandengue. Sabe muy bien que no siempre se va a dar escucha a nuestras palabras de corrección: si no hace caso, considéralo como ladrón o publicano. Jesús nunca es un iluso. Perdona, dice, sólo te falta seguirme; pero deja las cosas en nuestra respuesta a su gracia. Respeta nuestra libertad hasta extremos inconcebibles. Anda y no peques más.

Porque lo que Jesús funda es su Iglesia queda muy claro lo del atar y desatar. No algo que se ha de dar al buen albur de lo que a nosotros nos apetezca en cada momento, como si fuéramos nosotros los dueños de su Iglesia. Sacramentalidad de la Iglesia también, pero donde se nos da la carne de Cristo muerto en la cruz por nosotros. No una reunión de jabatillos con más o menos buenas intenciones. Una Iglesia, pues, ordenada por la gracia. Una Iglesia que siendo la de Cristo, dependiendo de él, y sólo de él, sin embargo, pende de nosotros, de nuestras acciones, de nuestras palabras, de la eucaristía que, con sus mismas palabras, celebramos.

Por eso, dependiendo de ese pender de nosotros, nos afirma de manera tan rotunda y bella: donde estéis dos o tres, constituyendo mi Iglesia, ahí estoy yo en medio de vosotros.