Se han puesto de moda las películas de zombies, vampiros, muertos vivientes y demás seres con vísceras colgando. Están bien para verlos por televisión o en el cine, pero desde luego no sería nada agradable encontrárselos en el pasillo de casa. Son cosas para las películas, y películas de miedo…, aunque en ocasiones consiguen hacer gracia por lo burdo de la puesta en escena. Mirando al mundo cada vez hay más gente que quiere hacer de su vida una película, aunque sea una película de miedo de serie B. Como Michael Jackson hace un porrón de años queremos llenar de muertos vivientes nuestras calles y plazas, intentando hacer atrayente lo feo, hermoso lo feo, verdadero lo falso y luminoso lo obscuro. Puede parecer exagerado, pero cuando nos alejamos de la luz caemos en las tinieblas inexorablemente. Y cuando al que vive en las tinieblas se le recuerda que no tiene luz se enfada. Cuando al muerto le recuerdas que no tiene vida se retuerce en su tumba. Y cuando el Papa nos recuerda que nos estamos alejando de Cristo nos enfadamos. Cualquier europeo, y más aún cualquier español, si le dices que se está alejando de Dios piensa que les estás llamando chorizos, delincuentes , licenciosos y depravados. Hemos quitado a Dios de en medio para ser santos y nos hemos quedado con ser buenos, pero en el fondo esa verdad de la bondad también la sostiene el Señor. “No creeré pero soy mejor que muchos de esos que van a Misa”, es muy fácil escuchar. Nos fijamos en las leyes, si un cadáver se mueve (si creyese en eso) no significa que esté vivo, tenga alma y sea una persona humana. Si uno se porta según la ley no significa que sea un buen hijo de Dios.
Hoy los saduceos quieren utilizar a Dios en su contra para reafirmar sus ideas. Y es Jesús el que les hace ver que son sus ideas las que están muertas. Dios es Dios de vivos, no el dios de ideas muertas. Arrancando las raíces cristianas de Europa, suprimiendo el valor sagrado de la vida, destruyendo el matrimonio y la familia, destruyendo la trascendencia del hombre… entonces pastoreamos cadáveres. Es muy fácil adoctrinar a Zombies, hacer que sus máximas aspiraciones sean su vientre, sus vergüenzas y su cartera y ofrecerle soluciones fáciles y sencillas que no elevan su espíritu muerto ni un palmo de el suelo.
Pero Dios no es Dios de muertos sino de vivos. El Papa nos recordaba ayer “que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre. Bien comprendió esto Santa Teresa de Jesús cuando escribió: “Sólo Dios basta”.” Como nos dice hoy San Pablo “Dios, nuestro Padre, que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, os consuele internamente y os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas.” No podemos hacer de la Iglesia un túmulo de muertos vivientes. Tenemos que revitalizar la fe, volver a mirar a Cristo, agarrarnos a la cruz que da la vida y el consuelo. Con la fortaleza y la confianza de la madre del libro de los Macabeos, sin que nada, ni amenazas ni desprecios, pueda hacernos vacilar en la fe.
Nos ponemos en manos de María, fuente de vida, para que nos ilumine y nos de fuerza para caminar junto a su Hijo y llenos del Espíritu Santo.
Os dejo la homilía de ayer del Santo Padre en Santiago de Compostela para que podáis descansar en el que da fuerza a nuestra fe. Recemos por la jornada de hoy en Barcelona.
Agradezco las gentiles palabras de bienvenida de Monseñor Julián Barrio Barrio, Arzobispo de esta Iglesia
particular, y la amable presencia de Sus Altezas Reales los Príncipes de Asturias, de los Señores Cardenales, así como de los numerosos Hermanos en el Episcopado y el Sacerdocio. Vaya también mi saludo cordial a los Parlamentarios Europeos, miembros del intergrupo “Camino de Santiago”, así como a las distinguidas autoridades Nacionales, Autonómicas y Locales que han querido estar presentes en esta celebración. Todo ello es signo de deferencia para con el Sucesor de Pedro y también del sentimiento entrañable que Santiago de Compostela despierta en Galicia y en los demás pueblos de España, que reconoce al Apóstol como su Patrón y protector. Un caluroso saludo igualmente a las personas consagradas, seminaristas y fieles que participan en esta Eucaristía y, con una emoción particular, a los peregrinos, forjadores del genuino espíritu jacobeo, sin el cual poco o nada se entendería de lo que aquí tiene lugar.
Una frase de la primera lectura afirma con admirable sencillez: «Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor» (Hch 4,33). En efecto, en el punto de partida de todo lo que el cristianismo ha sido y sigue siendo no se halla una gesta o un proyecto humano, sino Dios, que declara a Jesús justo y santo frente a la sentencia del tribunal humano que lo condenó por blasfemo y subversivo; Dios, que ha arrancado a Jesucristo de la muerte; Dios, que hará justicia a todos los injustamente humillados de la historia.
«Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen» (Hch 5,32), dicen los
apóstoles. Así pues, ellos dieron testimonio de la vida, muerte y resurrección de Cristo Jesús, a quien conocieron mientras predicaba y hacía milagros. A nosotros, queridos hermanos, nos toca hoy seguir el ejemplo de los apóstoles, conociendo al Señor cada día más y dando un testimonio claro y valiente de su Evangelio. No hay mayor tesoro que podamos ofrecer a nuestros contemporáneos. Así imitaremos también a San Pablo que, en medio de tantas tribulaciones, naufragios y soledades, proclamaba exultante: «Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que esa fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2 Co 4,7).
Junto a estas palabras del Apóstol de los gentiles, están las propias palabras del Evangelio que acabamos de
escuchar, y que invitan a vivir desde la humildad de Cristo que, siguiendo en todo la voluntad del Padre, ha venido para servir, «para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,28). Para los discípulos que quieren seguir e imitar a Cristo, el servir a los hermanos ya no es una mera opción, sino parte esencial de su ser. Un servicio que no se mide por los criterios mundanos de lo inmediato, lo material y vistoso, sino porque hace presente el amor de Dios a todos los hombres y en todas sus dimensiones, y da testimonio de Él, incluso con los gestos más sencillos. Al proponer este nuevo modo de relacionarse en la comunidad, basado en la lógica del amor y del servicio, Jesús se dirige también a los «jefes de los pueblos», porque donde no hay entrega por los demás surgen formas de prepotencia y explotación que no dejan espacio para una auténtica promoción humana integral. Y quisiera que este mensaje llegara sobre todo a los jóvenes: precisamente a vosotros, este contenido esencial del Evangelio os indica la vía para que, renunciando a un modo de pensar egoísta, de cortos alcances,
como tantas veces os proponen, y asumiendo el de Jesús, podáis realizaros plenamente y ser semilla de esperanza.
Esto es lo que nos recuerda también la celebración de este Año Santo Compostelano. Y esto es lo que en el secreto
del corazón, sabiéndolo explícitamente o sintiéndolo sin saber expresarlo con palabras, viven tantos peregrinos que caminan a Santiago de Compostela para abrazar al Apóstol. El cansancio del andar, la variedad de paisajes, el encuentro con personas de otra nacionalidad, los abren a lo más profundo y común que nos une a los humanos: seres en búsqueda, seres necesitados de verdad y de belleza, de una experiencia de gracia, de caridad y de paz, de perdón y de redención. Y en lo más recóndito de todos esos hombres resuena la presencia de Dios y la acción del Espíritu Santo. Sí, a todo hombre que hace silencio en su interior y pone distancia a las apetencias, deseos y quehaceres inmediatos, al hombre que ora, Dios le alumbra para que le encuentre y para que reconozca a Cristo. Quien peregrina a Santiago, en el fondo, lo hace para encontrarse sobre todo con Dios que, reflejado en la majestad de Cristo, lo acoge y bendice al llegar al Pórtico de la Gloria.
Desde aquí, como mensajero del Evangelio que Pedro y Santiago rubricaron con su sangre, deseo volver la mirada a la Europa que peregrinó a Compostela. ¿Cuáles son sus grandes necesidades, temores y esperanzas? ¿Cuál es la aportación específica y fundamental de la Iglesia a esa Europa, que ha recorrido en el último medio siglo un camino hacia nuevas configuraciones y proyectos? Su aportación se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre. Bien comprendió esto Santa Teresa de Jesús cuando escribió: “Sólo Dios basta”.
Es una tragedia que en Europa, sobre todo en el siglo XIX, se afirmase y divulgase la convicción de que Dios es el
antagonista del hombre y el enemigo de su libertad. Con esto se quería ensombrecer la verdadera fe bíblica en Dios, que
envió al mundo a su Hijo Jesucristo, a fin de que nadie perezca, sino que todos tengan vida eterna (cf. Jn 3,16).
El autor sagrado afirma tajante ante un paganismo para el cual Dios es envidioso o despectivo del hombre: ¿Cómo hubiera creado Dios todas las cosas si no las hubiera amado, Él que en su plenitud infinita no necesita nada? (cf. Sab 11,24-26). ¿Cómo se hubiera revelado a los hombres si no quisiera velar por ellos? Dios es el origen de nuestro ser y cimiento y cúspide de nuestra libertad; no su oponente. ¿Cómo el hombre mortal se va a fundar a sí mismo y cómo el hombre pecador se va a reconciliar a sí mismo? ¿Cómo es posible que se haya hecho silencio público sobre la realidad primera y esencial de la vida humana? ¿Cómo lo más determinante de ella puede ser recluido en la mera intimidad o remitido a la penumbra?
Los hombres no podemos vivir a oscuras, sin ver la luz del sol. Y, entonces, ¿cómo es posible que se le niegue a Dios, sol de las inteligencias, fuerza de las voluntades e imán de nuestros corazones, el derecho de proponer esa luz que disipa toda tiniebla? Por eso, es necesario que Dios vuelva a resonar gozosamente bajo los cielos de Europa; que esa palabra santa no se pronuncie jamás en vano; que no se pervierta haciéndola servir a fines que le son impropios. Es menester que se profiera santamente. Es necesario que la percibamos así en la vida de cada día, en el silencio del trabajo, en el amor fraterno y en las dificultades que los años traen consigo.
Europa ha de abrirse a Dios, salir a su encuentro sin miedo, trabajar con su gracia por aquella dignidad del hombre que habían descubierto las mejores tradiciones: además de la bíblica, fundamental en este orden, también las de época clásica, medieval y moderna, de las que nacieron las grandes creaciones filosóficas y literarias, culturales y sociales de Europa.
Ese Dios y ese hombre son los que se han manifestado concreta e históricamente en Cristo. A ese Cristo que
podemos hallar en los caminos hasta llegar a Compostela, pues en ellos hay una cruz que acoge y orienta en las encrucijadas.
Esa cruz, supremo signo del amor llevado hasta el extremo, y por eso don y perdón al mismo tiempo, debe ser nuestra estrella orientadora en la noche del tiempo. Cruz y amor, cruz y luz han sido sinónimos en nuestra historia, porque Cristo se dejó clavar en ella para darnos el supremo testimonio de su amor, para invitarnos al perdón y la reconciliación, para enseñarnos a vencer el mal con el bien. No dejéis de aprender las lecciones de ese Cristo de las encrucijadas de los caminos y de la vida, en el que nos sale al encuentro Dios como amigo, padre y guía. ¡Oh Cruz bendita, brilla siempre en tierras de Europa!
Dejadme que proclame desde aquí la gloria del hombre, que advierta de las amenazas a su dignidad por el expolio de sus valores y riquezas originarios, por la marginación o la muerte infligidas a los más débiles y pobres. No se puede dar culto a Dios sin velar por el hombre su hijo y no se sirve al hombre sin preguntarse por quién es su Padre y responderle a la pregunta por él. La Europa de la ciencia y de las tecnologías, la Europa de la civilización y de la cultura, tiene que ser a la vez la Europa abierta a la trascendencia y a la fraternidad con otros continentes, al Dios vivo y verdadero desde el hombre vivo y verdadero. Esto es lo que la Iglesia desea aportar a Europa: velar por Dios y velar por el hombre, desde la comprensión que de ambos se nos ofrece en Jesucristo.
Queridos amigos, levantemos una mirada esperanzadora hacia todo lo que Dios nos ha prometido y nos ofrece. Que Él nos dé su fortaleza, que aliente a esta Archidiócesis compostelana, que vivifique la fe de sus hijos y los ayude a seguir fieles a su vocación de sembrar y dar vigor al Evangelio, también en otras tierras.