Hoy el evangelio resulta algo paradójico. La Iglesia nos recuerda la realeza de Jesucristo y nos propone un texto que habla de humillación. Queríamos ver a un soberano poderoso y nos encontramos ante un condenado a muerte que comparte el patíbulo con dos malhechores. Pero Jesús ha querido vincular su reinado a la Cruz. En el románico se expresó esa idea tallando imágenes de Jesús Majestad. Aparecía sobre la cruz, pero coronado como soberano y vestido de gala. Así se expresaba como Jesucristo había vencido a todos los poderes de este mundo, incluyendo la muerte y el pecado, y ofrecía la Cruz como el trono al que hay que acercarse para participar de su reino.

La actitud del ladrón arrepentido así nos los muestra. Confiesa sus pecados y pide entrar en el reino. Jesús, desde la Cruz, le concede lo que pide. Aquel hombre ha depositado su confianza en el lugar oportuno. No se ha dejado engañar por las apariencias sino que ha descubierto, en medio del cruel tormento, la verdadera naturaleza de Jesucristo.

Jesucristo es Rey de toda la Creación y sería deseable que, como tal, fuera reconocido por todos; también a nivel social. El mundo iría mejor si todos los hombres reconociéramos la soberanía de Jesucristo y deseáramos, en todo, obedecerle. Lo cierto es que eso no sucede y el cristiano, deseoso de servir a Jesús, se encuentra con la Cruz. Ello puede causar extrañeza. Pero los enemigos de Jesucristo y de su reinado son vencidos en el leño sagrado. De ahí que en esta fiesta, que corona el año litúrgico, seamos conducidos a mirar la Cruz.

Son ya varios los mártires canonizados que comparten un mismo grito al morir: “¡Viva Cristo Rey!”. En estas palabras, lanzadas al aire antes de entregar la vida, se hace una confesión muy importante. Aquellos hombres y mujeres deseaban en todo servir al Señor. La persecución religiosa los condujo a tener que confesar su fe aún a riesgo de la propia vida. Pero, aunque eso no hubiera sucedido, en todo deseaban servir al Señor. Su vida, como enseña san Ignacio en un momento de los Ejercicios Espirituales, la querían consagrar a esa misión: trabajar bajo la bandera de Jesucristo.

Por tanto la realeza de Jesucristo no debe entenderse de manera metafórica. Es verdaderamente Rey y nos quiere de su lado. La forma de manifestar nuestra adhesión a su persona y a su programa suele hacerse mediante un acto de consagración. Por él nos ponemos totalmente en manos de Jesús y a su servicio. También confesamos nuestro deseo de que sea reconocido por todos. Por la consagración, como el buen ladrón, nos damos cuenta y rechazamos nuestra vida de pecado y, al mismo tiempo, nos ponemos en manos de quien sabemos nos ama y lo puede todo. Al mismo tiempo manifestamos que queremos trabajar al servicio del Reino.

Jesús, el Rey que da la vida por sus súbditos, nos muestra, en su mismo camino lo que nosotros debemos hacer. De ahí que la Iglesia sepa muy bien que servir es reinar. La Cruz marca ese camino que muchos no quieren seguir porque no tiene el atractivo del éxito. Hay que pedir la gracia para descubrir, bajo la tosca apariencia, las riquezas que esconde.