Hoy es el día del “soniquete”. Media mañana la pasaremos oyendo a los niños del colegio de San Ildelfonso cantando los números y los premios de la lotería de Navidad. Todos esperarán a que salga el gordo para comprobar su suerte. Después de comer habrá ediciones especiales de los periódicos con fotos de gente brindando con cava (o tirándoselo por encima), dando botes y todos alegres…, hasta mañana o pasado mañana. Luego esa alegría desaparece y una vez que has tapado unos cuantos agujeros y te compras un coche te das cuenta que debes casi lo mismo que antes de que te tocase. Este Adviento he estado pensando sobre la alegría, y es bien triste que pongamos la alegría en cosas tan efímeras como el dinero o el bienestar.

“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador.” Escuchamos hoy el Magníficat y descubrimos a María como maestra de la alegría. En el mundo, y más en nuestro mundo consumista, hemos creado infinidad de fábricas de alegría. Nos llenan la cabeza de ideas para ser feliz, nos vacían la cartera y nos dejan asolado el corazón. Hablo con muchos adolescentes y jóvenes y te encuentras que cada día les gustan las cosas más raras y curiosas. Han tenido tantos conatos de felicidad y tantas decepciones que se vuelven escépticos de la alegría. Tienen muchas propuestas de alegría y muy poca confianza en que se pueda ser realmente feliz. Todo se ha vuelto pasajero, lo que hoy te gusta tal vez mañana no, lo que hoy te entretiene al otro día te cansa. Tenemos un montón de mendigos de alegría por nuestras calles y casas, y sólo reciben las migajas del placer que, como decía Jorge Manrique, “cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado, da dolor; cómo, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor.”

Pero volvemos a mirar a la Virgen y descubrimos a la maestra de la alegría. Y es maestra porque nos enseña que la alegría no se compra, ni se crea, casi ni tan siquiera se busca. La verdadera alegría se te presenta y entonces el alma descubre que era eso lo que buscaba, lo que anhelaba, lo que tenía en el fondo de su corazón aunque no sabía lo que era. Por eso María se “alegra en Dios”. No se alegra por haber llegado hasta Dios, ni por ser la elegida, como la ganadora de un concurso, sino porque Dios le muestra lo que está haciendo en ella. Por eso la alegría se encuentra en los lugares más insospechados, en los lugares que nadie creería. ¿Se puede encontrar la alegría siendo pobre y entre los pobres? Se puede. ¿Se puede encontrar la alegría en la enfermedad y en la debilidad? Se puede. ¿Se puede encontrar la alegría en dar la vida por los demás y perder la propia? Se puede. Lo que no hay que hacer es forzar a la alegría, no podemos violarla. Si a uno Dos no le da la gracia para vivir la enfermedad, será un hipocondriaco desgraciado si quiere buscarla allí. Si el Señor no te da la gracia para vivir la pobreza estarás toda tu vida renegando de tu mala suerte y proclamando al mundo lo bueno que eres. Si Dios no te quiere mártir no te vayas con Santa Teresa a tierra de sarracenos.

En definitiva, la alegría verdadera, la alegría de la Virgen, nos tiene que encontrar y tenemos que estar dispuestos a dejarnos encontrar. Sin duda nos sorprenderá (como decía la Biblia en verso: “El niño Jesús nació en un pesebre; donde menos se espera salta la liebre”), y cuando nos tropecemos con ella y la sigamos descubriremos que -sin el más mínimo rastro de duda-, que vale la pena, que Dios sigue haciendo proezas con su brazo. Que la Virgen nos ilumine en estos últimos días de Adviento, y si nos toca la lotería que no dejemos de buscar la alegría.