Ayer fui al médico para dejar de fumar y me consideró todo un ejemplo… un ejemplo de fumador empedernido al que le va a a costar media vida el dejarlo. Según veáis que los comentarios se van haciendo más ácidos, más críticos y más cortos es que va disminuyendo el torrente de nicotina circulatorio por mi cuerpo. Hay personas que llevan meses insistiéndome para que deje de fumar. No tienen ninguna consideración a mi cargo, a mis canas y mi calva ni les importa faltar a la caridad machaconamente. Entre otros motivos por no escucharles creo que esta vez dejaré de fumar. Pero lo he intentado cientos de veces, unas haciendo publicidad del evento, otras en lo escondido de mi corazón… y no lo he conseguido. Es una humillación, pero también me ayuda a comprender muchos de los pecados recurrentes de los que algunos se confiesan, esos que exponen con la coletilla: “pero es que yo soy así”. Estamos sujetos a la carne, a las pasiones, a nuestras limitaciones, a nuestra poco voluntad. Y eso es muy humillante.
“Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús; así, muriendo, aniquiló al que tenía el, poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos.” El que el Verbo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, el que existía antes del mundo y por el cual todo fue hecho, quisiera estar sujeto a la carne es mucho más humillante que nuestras pequeñas limitaciones. Pero humillante no es solamente degradante, también puede significar el camino de la humildad. En esta fiesta de la Presentación del Señor, cuando entra en el Templo aquel para el que fue construido, no escondido en dos trozos de piedra, sino en la humildad de nuestra carne, se pueden contar con los dedos de una mano los que se dan cuenta del acontecimiento: María, José, Simeón y Ana (nos sobra el pulgar). Y en ese acto ritual de la presentación del niño no queda Dios humillado, sino que nuestra carne queda enaltecida. Dios suele hacer que una cosa que parece negativa se vuelva una noticia salvadora.
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.» Desde entonces la carne ya no es un obstáculo para llegar a Dios. Nuestras limitaciones nos muestran la misericordia del Señor, su cercanía a pesar de nuestra indignidad. En el bautismo pasamos a ser hijos en el Hijo y nuestra condición humana queda enaltecida de tal forma que nuestro cuerpo es también vehículo que nos acerca a Dios. De ahí la importancia de no banalizar el cuerpo humano como una carga pesada que tenemos que llevar ni como un mero objeto de consumo. El Salvador no viene a salvar almas, sino personas, que somos alma y cuerpo.
Nuestros pecados nos pueden parecer un lastre, pero presentados ante la misericordia de Dios también pueden ser instrumentos que nos hagan comprender la grandeza de la redención. Los santos tienen una conciencia muy viva del pecado pues se habían imbuido de la misericordia de Dios y por eso para ellos cualquier pecado que nosotros llamaríamos una falta leve es signo de la inmensidad del amor de Dios derramado en Cristo. La encarnación redime a todo el hombre y por la gracia de Dios somos capacitados para vivir como hijos suyos en cuerpo y alma.
Esa unión alma-cuerpo la vemos palpable en María. El alma escogida por Dios habita en un cuerpo que no conoció el pecado. Cuanto más nos enamoremos de Dios, más unidos estemos a Jesús por la acción del espíritu Santo, nos apartaremos más del pecado y viviremos en la Gracia.
Bueno, voy a fumarme un cigarrito.