Eclo 35,1-15; Sal 49; Mc 10,28-31
Apenas nos fijamos en las oraciones, ni la primera, la colecta, ni la segunda y la tercera, sobre las ofrendas y después de la comunión, que encuadran la celebración. Pero hoy nos dejan claro dónde estamos y cómo vamos a poder seguir el camino que Jesús nos marca. Porque Pedro se hace eco de tantos de nosotros: lo hemos dejado todo y te hemos seguido. Esa es la realidad de no pocos de entre nosotros. Incluso el pequeño Zaqueo fue de estos. Pero, claro, luego, el camino se alarga. Lo nuestro no es cosa de un día. Jesús nos consuela diciéndonos lo que hemos dejado por el Evangelio y lo que nos regalará en la edad futura. Pero ¿y en el mientrastanto?
Mira la segunda y la tercera de las oraciones de hoy, que repetiremos durante toda la semana 8ª del tiempo ordinario: es el mismo Dios, a quien oramos con ellas, quien nos ha dado lo que henos de ofrecerle, y mira la ofrenda como un gesto de nuestro devoto servicio. ¡El mundo al revés! ¿Habíamos creído que el sacrificio era el nuestro, el hecho de todo lo que habíamos dejado por el seguimiento? Las cosas se clarifican. No es así. Es el mismo Dios quien nos dona eso que nosotros vamos a ofrecerle, y de esta manera mira con complacencia infinita el gesto de nuestro servicio. El sacrificio eucarístico. Ahí está la grandeza del don que recibimos de Dios nuestro Padre. Ahí está su complacencia. Porque lo que expresamos, celebramos y realizamos es el mismo sacrificio de Cristo en la cruz. Es ahí donde encontramos la complacencia del Padre. Y por eso, ahí, se nos dona la inmensidad de su amor. Porque estamos junto a la cruz. Porque seguimos a Jesús hasta ella. Porque ella es instrumento para nuestra salvación. Sacrificio de su carne y de su sangre. Pan y vino, como en la última cena, que ahora celebramos, haciéndola realidad en nosotros y con nosotros. Jesús mira con ternura al Zaqueo que se ha hecho alto en lo alto del árbol, y le sigue. También miró con ternura al joven rico, pero este no le siguió, tenía demasiadas prebendas; era demasiado suyo. Nosotros, no. Acercándonos a la cruz, nada tenemos, pues hemos debido dejarlo a un lado para vestirnos con la desnudez de Cristo. Y desde ella se derrama sobre nosotros su sangre y su agua, las que salieron de su costado tras la lanzada sobre el cuerpo muerto. Nuestra ofrenda es él, su sangre y su carne. Y tal es el regalo que Dios Padre nos hace. Ahí está la fuerza de nuestro caminar. No en algo así como en estirarnos de las orejas con grandes gimnasias para crecer ante Dios. Nuestro crecer es el mismo Cristo.
La oración tras la comunión insiste en la misma verdad esencial. Sin remachar sobre ella una y otra vez nada hemos entendido; lo nuestro será un puro alejarnos de él, por más que seamos puros y buenecinos como las amapolas. Mírate bien, porque nosotros, ni tú ni yo, somos así. Mírate en la cruz de Cristo. En el agua y la sangre que salen de su costado y te cubren por entero, haciéndose comida de pan y de vino para ti. Es el sacramento en el cual ahora participamos quien nos fortalece. Y él es un don de Dios para nuestra salvación. No hay otro camino. No hay otro medio. No hay otro cauterio. Es él quien nos hará un día partícipes de la vida eterna.