Deut 11,18.26-28.32; Sal 30; Rom 3,21-25a.28; Mt 7,21-27

Bendición o maldición. Esto es lo que el Señor nos pone delante. Bendición, si escuchamos sus preceptos. Maldición, si no lo hacemos y nos desviamos del camino que él nos marca hoy. Bien está, pero ¿cómo lo haremos?, ¿de donde sacaremos el vigor para hacerlo?, ¿deberemos aprender alguna gimnasia espiritual, la cual, estirándonos de las orejas, nos haga crecer? Pondremos por obra todos sus mandatos y decretos. Bien está, ¿pero cuál será nuestro modo de hacerlo?

Jesús insiste en lo mismo. No se trata de cuestión de parlotear diciendo: Señor, Señor, ni de haber tenido poder para expulsar demonios, sino de cumplir la voluntad de su Padre que está en los cielos. Sed perfectos, como mi Padre es perfecto. Seremos santos como el Señor es santo. Mas, repito por tercera vez, ¿cómo lo haremos? Importa lo que Jesús nos dice a continuación. Escuchar sus palabras y ponerlas en práctica, pues sus palabras en nosotros son recreadoras de nuestra acción. A quien escucha sus palabras le envía el Espíritu para que more en él, haciendo de él su templo. Alguien decía una cosa muy hermosa: cada uno de nosotros, puesto que el Espíritu habita en él, es Iglesia, la entera Iglesia, en él se articular la Iglesia por entero, en su particularidad se expresa la universalidad de la Iglesia. Por eso somos santos, porque el Espíritu habita en nuestra carne, se posesiona de ella y en ella grita por nosotros: Abba, Padre. De este modo nuestras obras, pues donadas por él, son acciones del Espíritu. Quien de entre nosotros escucha así las palabras de Jesús, edifica sobre roca y se refugia en ella; la toma como el baluarte que le salve.

Con frecuencia la comprensión unitaria de las tres lecturas de la misa de los domingos debe hacerse de este modo: del AT —primera lectura y salmo—, al evangelio, que nos da la palabras de Jesús, para, finalmente, entender el conjunto en la segunda lectura, que con mucha frecuencia es de Pablo. Hoy esto es pura obviedad.

La justicia de Dios que atestiguaron la Ley y los Profetas se ha manifestado. ¿Dónde?, ¿en el cumplimiento de la Ley? De ninguna manera. Lo ha hecho en aquellos que creen en Jesucristo. Esta es la condición. Esta es la puerta estrecha. No hay otra. Porque, así, la justicia de Dios viene a todos los que creen. La puerta que nos abre a la santidad de Dios por el envío de su Espíritu. ¿Hemos pecado? Sí. ¿Sólo algunos? No. Todos hemos pecado. Por eso, sin la fe en Jesucristo, quedamos lejos de la gloria de Dios. Es su gracia la que nos justifica. Y esa gracia la recibimos gratuitamente. No por arte de nuestras cabriolas o de nuestras supuestas bondades, sino mediante la redención de Cristo Jesús, que murió en la cruz por nosotros y para el perdón de nuestros pecados. Porque Dios ha constituido sacrificio de propiciación a ese mismo Jesús, y lo ha hecho mediante su sangre derramada. En estas palabras encontramos ya un esbozo genial de lo que será en su momento, bastante más tarde, la maravillosa carta a los Hebreos.

Puerta estrecha. No hay otra. Puerta santa. La fe en Jesucristo nos pone en sus umbrales y nos hace traspasarla para entrar en el reino mismo de la gloria de Dios. Puerta que franqueamos —lo afirma la oración sobre las ofrendas— llenos de confianza en el amor que el Padre nos tiene en Jesucristo, con él y por él.