Deut 30,15-20; Sal 1; Lu 9,22-25
Que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti, como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a su fin. La oración colecta nos indica mucho. Hacemos obras que agradan a Dios. Después de tanto decir cómo nuestra redención no está en el cumplimiento de la ley, ¿a qué viene ahora esta afirmación que parece contradictoria? El salmo 1, pórtico de todo el libro de los salmos, afirma cómo nuestro gozo es estar cabe el Señor, rumiando lo suyo día y noche; no habla de cumplimiento, sino de estar en la estela del Señor, por lo que al estar plantado al borde de la acequia seremos árbol que da fruto. Lo decisivo es nuestro seguimiento; queremos estar en su estela, aunque desfallecemos en nuestras fuerzas, demasiadas cosas alteran nuestro deseo y nuestro rumiar, llevando nuestra vista y nuestros pasos a donde no querríamos. Nuestra experiencia, ¿no es la de san Pablo, quien se encontraba también haciendo eso que no quería? ¿Cómo haremos para no dejarnos arrastrar y prosternarnos ante ídolos? ¿Cómo elegiremos nuestra vida y la de los nuestros amando al Señor, escuchando su voz, pegándonos a él?
Es claro, tomando la cruz de cada día como participación en la cruz de quien nos salva y nos redime. Volvamos a la oración colecta. En ella hemos suspirado al Señor Dios por su gracia. Le hemos dicho que sea su gracia la que nos inspire, sostenga y acompañe. Porque sin su inspiración, ¿a dónde se nos irían nuestros haceres? Sin su sostenimiento, ¿no terminaríamos en un santiamén derrengados y desechando nuestro quehacer? Sin que él nos acompañe con su vista y su mano cuidadosa, ¿por qué derroteros nos desviaríamos al punto? Quizá no nos faltaría buena voluntad en el mismo antes del comenzar, aunque habría que verlo en lo menudo, pero al punto iríamos por caminos de puro disturbio y abandono, o como niños que cantan de manera olvidadiza en la plaza o como bandidos que solo buscan su interés y para ello utilizan todas sus armas. Es tan fácil buscar nuestras propias acequias y las aguas turbias en las que estarnos en compañía de tantos demonios que se introducen en nuestras vidas. La vida es tan larga, tan compleja. Hemos pedido, por tanto, que sea su gracia la que nos inspire, sostenga y acompañe, de otro modo nuestros caminos no serán los suyos, aunque de inicio así lo quisiéramos. Hoy le hemos pedido por nuestro trabajo —cada día tiene su afán, es decir, en cada día pedimos que ayude nuestro ser y nuestro quehacer en sus aspectos infinitos—. Sin que el Señor Dios lo sostenga con su gracia, todo se nos caerá de las manos. Y este trabajo, que es el nuestro, pendiente de nuestras acciones, tiene una fuente, solo una: la gracia de Dios. Es nuestro, no cabe duda, pero pende de su gracia, fuente de todo hacer bueno por nuestra parte. Mas ¿eso es todo? No, falta todavía algo esencial. Todas nuestras acciones, y nuestro ser entero, deben tender al Señor Dios como a su fin. Es cosa nuestra, pero la fuente y el fin de todo nuestro bienhacer es el Señor con su gracia. No cabe otra fuente; no cabe otro fin. Todo es gracia que se nos da en Cristo, por Cristo y con Cristo. Queda por ver, pues, en qué consiste esa gracia y cómo transforma nuestro ser y en nuestro quehacer.