“Ningún profeta es bien mirado en su tierra”. Estas palabras del Señor nos colocan ante el hecho de reflexionar si estamos atentos y sabemos percibir las llamadas de atención del Señor. Jesús recuerda hechos de la historia de Israel, que todos conocían porque están narrados en el Antiguo Testamento, y su auditorio se enfurece aún más. En las palabras de Jesús descubrimos en primer lugar un toque de atención. Es como si dijera “tenéis delante de vosotros al Mesías, pero preferís seguir buscando en otra parte; queréis saber cosas de Dios pero no estáis dispuestos a confrontar vuestra vida con ese conocimiento”.
En el camino de la Cuaresma (ya estamos en la tercera semana y todo va rapidísimo), se nos recuerda este hecho fundamental: he de mantener un diálogo vivo con el Señor. No se trata de apresar conocimientos sobre Él, sino de permitir que mi vida sea conformada a su medida. La llamada a la conversión me invita a ello: volverme al Señor. En primer lugar para ser capaz de reconocerlo. Una vez logrado eso, puedo mirar que mi vida sea tocada por Él. Y entonces del cambio exterior pase a la auténtica transformación del corazón, que sólo es posible por su gracia.
Elías y Eliseo realizaron dos grandes milagros. Ambos fueron a favor de gente extranjera, extraña al pueblo de los judíos. La viuda de Sarepta y Naamán, aunque tuvieron alguna vacilación al principio, acabaron obedeciendo al profeta. La mujer puedo alimentarse a ella y a su hijo durante toda la sequía. El funcionario extranjero quedó curado de la lepra. El milagro en ambos sucedió después de que escucharan al profeta y realizaran lo que éste les pedía. Y eso es quizás lo que el Señor nos dice hoy: primero hay que escuchar.
¿Qué impedía escuchar a aquellos personajes? La mujer planteaba una objeción sería: tenía poco pan y aceite y Elías le pedía de comer. Naamán señalaba que en su país ya había muchos ríos y le parecía una tontería bañarse en aguas extranjeras. La petición de los profetas, en ambos casos, obligaban a dejar de lado los prejuicios y los cálculos humanos. Se trataba de fiarse de la palabra de un profeta, un enviado de Dios.
En la sinagoga, los que escuchan a Jesús, no están dispuestos a modificar para nada sus pensamientos. Podría pasarnos a nosotros que tuviéramos un cierto deseo de cambiar, de ser mejores cristianos, pero que pongamos una condición: hacerlo a nuestra manera. La lectura del evangelio de hoy me sitúa en esta situación: he de reconocer que Jesucristo tiene poder para cambiar mi existencia llenándola con su amor. Él puede hacer que todo sea nuevo y mejor. Antes tengo que escucharle y ponerme ante su persona reconociendo todo lo que es y escuchándolo. Mis ideas religiosas son insuficientes para operar la transformación que deseo: necesito de su persona. Ella se me ofrece hoy en la Iglesia, que es la garante de que verdaderamente escucho sus palabras y me encuentro con Él. Ella es también testigo de cómo muchas personas, aparentemente alejadas, siguen experimentando el milagro de la transformación interior: son curadas de la lepra y son alimentadas en la sequía.
Que la Virgen María nos ayude a seguir unidos a la Iglesia para conocer mejor a su Hijo y poder vivir una auténtica conversión.