Desde los primeros siglos, la Iglesia reserva el Evangelio del ciego de nacimiento para el tiempo de Cuaresma. Ello es debido a que ya san Agustín había interpretado alegóricamente este pasaje refiriéndolo a los catecúmenos que se preparan para el bautismo. En las diferentes respuestas del ciego, el obispo de Hipona veía el itinerario hacia la fe que había de culminar en la confesión de fe: Creo, Señor. Por eso, san Justino y otros utilizaban el término “iluminación” para denominar al bautismo. El bautizado es el que ve con la luz que le viene de Dios y pasa de ser ciego a ver.
Pero, además, en este texto se nos muestra la fuerza de los conversos. André Frossard, que pasó del ateísmo a la fe, decía: “Los conversos somos peligrosos”. Se refería a la firmeza con que daban testimonio de lo que habían experimentado y que no podían negar. Algo así sucede con el ciego del Evangelio, que es acosado para que reniegue de lo que le ha sucedido. Al leerlo en el Evangelio pensamos que sería absurdo no reconocer el milagro que se le ha concedido, pero no podemos olvidar que muchas veces los cristianos no somos capaces de defender nuestra fe por falta de valentía y que, incluso a veces, acabamos negando las intervenciones de Dios en nuestra historia personal.
Algunos hacen como los padres del ciego de nacimiento, que lanzan balones fuera: Ya es mayor, preguntádselo a él. Es decir, “no nos molestéis, porque no queremos dar testimonio”. Y añade el evangelista que respondieron así porque tenían miedo. Al respecto comenta san Agustín que hubiera sido mejor que los expulsaran de la sinagoga, porque así habrían sido acogidos por Jesucristo. Cuando eludimos nuestra responsabilidad de confesar la fe por miedo a ser ninguneados o marginados, perdemos la oportunidad de ganar intimidad con Jesús.
También nos dice el Evangelio de hoy que el no saber explicar las cosas, no entenderlas del todo, no menoscaba en nada la certeza. Si nos fijamos en las respuestas del ciego, hay cosas que dice no saber y, sin embargo, no deja de estar admirado y agradecido. Es más, argumentando sobre lo que le sucede, llega a la conclusión de que el hombre que le puso barro sobre los ojos ha de venir de Dios: Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder.
Sorprende la constancia del ciego en defender su fe y dar testimonio. Y, después, cuando vuelve a encontrarse con Jesús (signo de los momentos de oración en que repasamos los acontecimientos de la jornada para verlos a la luz de la fe y descubrir la mano amorosa de Dios), acaba adorando al Señor: Se postró ante él. Pasa de los signos a la realidad. Podría haber caído en la tentación racionalista de los fariseos (¿cómo lo ha hecho?), pero se adentra en el camino de la fe. Ha recuperado la vista exterior, pero a la vez se le ha dado una visión más grande: se le ha abierto los ojos de la fe.
San Pablo nos exhorta a caminar como hijos de la luz. Así nos anima a prepararnos para la gran fiesta de Pascua, en que se bendecirá el fuego nuevo y se proclamará que Cristo es la luz que ilumina las tinieblas. El salmo es una bella oración para el discípulo de Cristo que, como el ciego, se ve rodeado de enemigos que intentan apartarlo del camino recto. Fiado del Señor, nada teme