Gé 17,3-9; Sal 104; Ju 8,51.59

Estás endemoniado, sin duda, pues ¿quién puede decir esas insensateces que van en contra de lo que arrastramos desde Abrahán? Porque él murió, y nosotros también moriremos,  pues la Alianza no es cosa de no morir, sino de bien vivir de cara a Dios. Lo sabemos muy bien, todos los profetas murieron, ¿por quién te tienes?

Y, es verdad, Jesús vivía en la osadía de tenerse, de sostener lo que dice, no porque se gloriara a sí mismo, sino debido a que es el mismo Padre quien le glorifica. La Gloria es la máxima expresión de Dios; la palabra que sintetiza mejor lo que él es y lo que nosotros decimos de él. Palabra de analogía; no de posesión, Y esa Gloria está en Jesús, pues es el mismo Padre quien lo glorifica. Tampoco nosotros somos quienes lo divinizamos con palabras y discursos, así, gloria de meras virtualidades; obra idolátrica construida con las virtualidades de nuestra palabra. Él recibe la Gloria del Padre, porque es el Hijo; esa Gloria es cosa suya; le pertenece desde siempre. Por eso mismo él podrá glorificarnos con una vida que ha de ser para siempre. Pero nosotros demasiadas veces no le conocemos; no reconocemos en él la Gloria de Dios. No nos interesamos en él, y cuando lo hacemos, demasiadas veces es para denigrarlo y para negar lo que, evidentemente, terminaremos por no ver en él: es un impostor, se apropia el ser mismo de Dios. No puede ser, fuera con él, cojamos piedras para lapidarle y que desaparezca de una vez de nuestra vista sin dejar raíces entre nosotros. Mas Jesús, porque todavía no ha llegado su hora, se esconde en el templo de su carne, hasta que llegue ese momento en que, por fin, nos las apañaremos con él y expondremos su carne muerta y traspasada para ludibrio y risión de las gentes.

Sin embargo, es verdad, nosotros no estamos con los que le querían coger y borrarlo del mapa de la tierra para que no siga engañando y rodeándose de la capa que dice ser de Gloria. Nosotros somos sus seguidores. Él nos ha llamado. Indignos, ramplones, demasiadas veces tristes, pero, caramba, le seguimos, aunque sea con la pretensión de los hijos del Zebedeo. El cáliz de mi sangre, sí lo beberéis. Porque vivimos en-esperanza: hemos puesto nuestra esperanza en su misericordia. Su gracia, acogiéndonos, nos redime. La oración colecta pide para nosotros, porque vivimos en-esperanza, que el Padre nos limpie de todos nuestros pecados, y de esta manera podremos vivir una vida santa, y perseverar en ella. Pues, sin su ayuda, ¿qué podríamos hacer?

Con el salmo hemos gritado que el Señor se acuerde de la alianza que hizo con nosotros. Alianza personal cuando me dijo: Sígueme. Y me arrastró con suave suasión en la osadía de seguirle. Alianza con su Pueblo, con su Iglesia, Iglesia de Dios, por supuesto, pero una alianza en la que estoy implicado con todo lo que es mi persona. Porque en mí, el seguidor de Jesús, con todas sus numerosas ramplonerías, e incluso pecados, se expresa la Iglesia de Dios, pues por su medio se me ofrece la salvación, ya que es ella la que recoge la sangre y el agua que manan de su costado, muerto en la cruz. Siendo su seguidor, y sin mirar demasiado la calidad de mi seguimiento, muchas veces temblorosa, vivo en la alegría de una vida que es ya desde ahora vida eterna.