Jer 20,10-13; Sal 17; Ju 10,31-42

Lo abatiremos porque queremos vengarnos de él. ¿Qué ha hecho contra nosotros? Blasfema. Siendo hombre, se hace igual a Dios. Si al menos se hubiera quedado en la modestia de saberse interesante, sin ir más allá. Pero no, quiere hacerse parejo con Dios. ¿Cómo lo soportaremos? Tampoco lo haremos con quienes hablen de él como si fuera Dios. ¿No les bastaría con quedarse en lo singular del personaje, si queréis, con lo majo que era? ¿Por qué ir más allá? ¿Es que él tenía conciencia de ser más del buen hombre que todos reconocen como tal? ¿Por qué nosotros se lo añadimos?, ¿quién nos ha dado permiso para cometer la infamia de hacerlo igual a Dios? Para los importantes que soportaron a Jesús, ahí estaba el meollo de su cuestión. Mas para los que ahora quieren comandar nuestra vida, la piedra de escándalo sigue estando en el mismo lugar: siendo un hombre, se hace igual a Dios, lo hacéis igual a Dios. A penas si sabemos si hay Dios, y ya vosotros decís que la única manera de conocerle es a través de Jesús. ¡Qué ignominia!, ¡qué insensatez! Si sigue así, si continúan así sus seguidores, sin duda que lo apedrearemos, y si se sigue empeñando en poner nuestra barraca imperial en grave peligro, pediremos a la autoridad romana que lo suba a la cruz, haciéndole morir cruelmente ella. Se lo tiene bien merecido; así, las cosas quedarán claras para siempre.

Pero Jesús prosigue en el maravilloso evangelio de Juan que leemos todos estos día: todo viene dado para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre. Le creeremos por sus palabras y por sus obras. Mas no basta con que solo le oigamos referir que el Padre está en él, pues es aceptable, leyendo el AT, decir que somos dioses. Hay que añadir algo decisivo: él está en el Padre. Hay una compenetración asombrosa entre el Padre y el Hijo. Hay entre ellos una relación de estar, que se convierte en relación de ser. Hasta el punto de que las obras que él hace son las de su Padre. Y tenemos que creer en las obras del Padre. El Padre lo consagró y lo envió al mundo. Desde el principiar mismo, como nos lo enseña con fuerza majestuosa la introducción al evangelio. Nada se hizo sin contar con él desde la misma creación del mundo.

No hay manera de engañarse. Este es el todo en el que creemos. No nos bastaría con un buen Jesús histórico que hizo cosas que nos parecen dignas de mención, arrastrando nuestra vida hacia él y sus comportamientos. Porque solo esto olvida la relación expresiva que se da entre el Padre y el Hijo. Y sin ella no sabemos quién es Jesús; impedimos mostrar la conciencia que él tenía de sí mismo. Conciencia de Hijo. No el abanderado de nuestras relaciones con Dios, y, por ende, con el prójimo. Eso es singularmente poco, pues no abarca el ser mismo del Jesús que apareció y vivió en la Palestina ocupada por los romanos. No abarca la conciencia que él tenía de sí mismo. Conciencia de su relación extremadamente singular con ese a quien llamaba Padre. Y podía tener esa conciencia, pues era su propio ser. Conciencia de ese ser. Tal cosa es lo que nos transmite el NT a través de los escritos que la Iglesia reunió en ese libro. Tal lo que nos transmite con su testimonio de vida la Iglesia de Dios.