Is 49,1-6; Sal 70; Ju 13,21-33.36-38

Señor, ¿por qué no habré de acompañarte ahora? Daré mi vida por ti. Tan cerca del desenlace, y los Doce no acaban de ver en dónde están ni lo que va a acontecer. Judas Iscariote, ahí sigue, y después de tomar el pan, salió inmediatamente, desabrido, vengador, con la inmensa buena conciencia de que él sí está por los pobres, no por el despilfarro, ¡vaya conque pobres los tendréis siempre entre vosotros! Pedro, se enfuruña con el Señor: te acompañaré a donde vayas. ¿Darás tu vida por mí?, te aseguro que esta misma noche no cantará el gallo sin que me hayas negado tres veces. Nosotros, con los Doce, apenas si nos enteramos de nada. Pero Jesús no nos lo echa en cara. Todavía, el acontecer de Jesús está inserto en el Misterio de Dios. San Ambrosio tiene palabras preciosas sobre lo que estamos viviendo con los Doce: Pedro negó una vez y no lloró porque el Señor no lo había mirado. Le negó una segunda vez, y tampoco lloró porque el Señor todavía no le había mirado. Le negó por tercera vez; Jesús le miró, y lloró amargamente (cf. Magnificat).

El Señor tiene que mirarnos para que comprendamos lo que significan nuestras mismas palabras, nuestros actos de insensata fanfarronería: iré a donde tú vayas. La mirada del Señor llega hasta lo profundo de nosotros, y es entonces cuando comprendemos el sentido de nuestra negación. No nos atrevíamos a implicarnos en lo que es su camino final. Nos creíamos con fuerza infinita: te seguiré a donde vayas, sin comprender nuestra extrema flaqueza que nos hará dejarle, espantándonos al ver por dónde van a ir sus caminos. Pero no nos lo echa en cara. No se aleja de nosotros. Bueno, ni siquiera puede, pues le traen y le llevan, dejándolo tiempo solo para esa mirada conmovida y conmovedora. Ha llegado su Hora, y tendrá que beber el cáliz en soledad y abandono. Pero tiene tiempo para esa mirada salvadora que conmueve nuestras entrañas, y lloramos amargamente también nosotros.

¿Qué tiene, Señor, esa tu mirada, que arranca de nosotros lágrimas enternecidas? No nos condenas con ella, sino que nos abres a la comprensión de tu Hora. Mirada que nos acoge en lo que somos. Un Señor profundamente conmovido ante la traición, además de, seguramente, ante la tenaz incomprensión de los suyos. Pero ni una ni otra le hacen desviarse un ardite de lo que es su camino, cuando acaba de llegar su Hora. Hora de ser entregado a sus enemigos para que acaben con él de la manera más cruel e indigna. Hora de ser elevado en lo alto del madero con rostro de pecado, como la serpiente en el estandarte. Mirada que acompaña a la nuestra para que le veamos allá en donde dentro de tan poco, al final de su camino, va a subir. Mirada compasiva que nos atrae hacia sí con suave suasión, pues con su muerte en la cruz nos donará la plenitud de nuestro ser. Por eso, mirada de acogimiento y de donación. Mirada que nos promete el perdón con nuestra viva de participación en las celebraciones de su Pasión. Mirada de acercamiento, pues la nuestra había quedado lejos de la suya. Mirada sin reproches. Mirada de amor.

Mírame, mi dulce Jesús, con la mirada que regalaste a Pedro, para que llore en torrentera de lágrimas. Lágrimas de amor las mías, plenificadas por tu ardiente mirada. Mirada que me hace participar en el Misterio mismo de Dios. Misterio de amor.