La comunión es lo más importante que hacemos cada día. Por ella Jesús se une a nosotros y estamos, como decía santa Bernardette, “corazón a corazón con Jesús”. Es así, pero puede pasarnos desapercibido. Una vez, preparando a una adolescente de doce años para su primera comunión, le explicamos la función del Sagrario en la Iglesia. Y ella, espontáneamente, exclamó: “Si ahí está Jesús por qué no hay guardias para vigilar que nadie le haga daño. Era una conciencia ingenua y no contaminada de lo que significa que el pan consagrado es verdaderamente el cuerpo y la sangre de Cristo. Muchas veces, cuando comulgo, recuerdo aquella exclamación para tomar conciencia de a quién voy a recibir. Dice Jesús: “Yo soy el pan de la vida”. Y a veces lo recibimos con menos entusiasmo que si fueran a ponernos una vacuna o estuviéramos en la cola del supermercado esperando para pagar la compra.

Además, Jesús no se nos da sólo una vez. ¡Qué pena todos esos niños que, seguramente sin culpa propia, convierten su Primera en la única y última comunión! Está cada día ahí como alimento para nuestra alma. Un pan que ha bajado del cielo para que, alimentados por él, también nosotros podamos alcanzarlo.

Dice Jesús que su Padre es quien nos da el verdadero pan del cielo. Esto es muy bonito. En la Santa Misa nosotros nos unimos al sacrificio de Jesús. Este es infinito aunque, la verdad, nosotros aportamos muy poco a Él. Todo lo pone Jesucristo y nosotros nos unimos. Y a esa ofrenda responde el Padre enviando a su Hijo sobre el altar. A cambio de nuestra nada nos da a su mismo Hijo. Y Jesús también se nos da. Entonces el pan y el vino ofrecidos se transforman en cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesús. Y de la mesa del altar pasa a nuestra alma. Hay que ser muy cegato para no percibir la grandeza que todo esto encierra.

A veces Dios ha permitido que alguna persona se alimentara sólo con el pan de la Eucaristía durante un cierto tiempo. Lo ha hecho para que nos diéramos cuenta de una realidad más grande. Es la Eucaristía la que sostiene nuestra vida espiritual. Si nos quitaran la comunión no podríamos nada. El hambre que sufren nuestros corazones, que es de felicidad y plenitud, sólo puede saciarlo el mismo Dios. Y, sorprendentemente, ha creado un sacramento a la medida de nuestro deseo. En la Eucaristía se nos da el mismo Jesús, con su humanidad y su divinidad. Bien mirado necesitaríamos de toda la vida para degustar una sola comunión. Pero Jesús está ahí ofreciéndose cada día, queriendo ser comido para hacernos a su medida, que es la del cielo. La Iglesia es tan consciente de este bien que pide a sus hijos que comulguen al menos una vez al año. Pero, al mismo tiempo, nos ofrece esa posibilidad cada día, incluso en el Viernes Santo, en que se suspende la celebración de algunos sacramentos.

En este mes de mayo, en que recordamos con especial cariño a nuestra Madre, pidámosle que nos ayude a recibir en nuestra alma a su Hijo como ella lo recibió en sus entrañas. Es más, con el mismo fervor, conciencia y recogimiento con que ella se acercó a la comunión, cuando su Hijo ya había subido al cielo pero, por este incomparable milagro seguía a la vera de todos nosotros.