Hch 14,5-18; Sal 113 B: Ju 14,21-26
El hombre dio un salto y echó a andar. Pablo y Bernabé, como antes Pedro y Juan, no poseen ni oro ni plata, sino que dan lo que tienen: la fuerza del Resucitado. Pero el contexto ha cambiado, ya no es Jerusalén, en donde quisieron matar a los apóstoles. Estamos en terreno pagano. El gentío se adecua a lo que vive: dioses en lugar de hombres han venido a visitarnos. Lo que antes, cuando se trataba de Jerusalén, había sido un terrible fastidio, ahora, entre gentiles, adoradores de falsos dioses, es una fiesta. Traen a las puertas de la ciudad de Listra toros y guirnaldas para ofrecerles sacrificios. Pasmo de Bernabé y Pablo. Eran judíos creyentes, nunca se les había pasado por la cabeza que el gentío pagano quisiera trasladar la curación del cojo de nacimiento a su propia valía, a la fuerza de ser tenidos por dioses, y no por los más pequeños, sino por Zeus, el máximo dios, Bernabé, y por Hermes, el portador del mensaje divino, Pablo. Hombres, pero ¿qué hacéis?
Su predicación, y la curación que ha sido su consecuencia, busca, precisamente, que abandonen los dioses falsos y se conviertan al Dios único y verdadero. Porque, y este es su mensaje profundo, hay un solo Dios vivo, quien creó el cielo y la tierra. Recordad de qué manera el AT nos retrotrae desde el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el único Dios vivo, a ese mismo Dios, el Señor de los comienzos, quien hizo cielo y tierra, porque el mundo es creación. Ahora el proceso es el mismo. Nadie vaya a pensar que el Dios de Bernabé y de Pablo es, simplemente, más grande que los demás dioses; es el único Dios, el Dios que creó todo lo que hay, quien en los comienzos del tiempo creó el mundo. No hay lugar para otros dioses, sean pequeños o grandes. En el pasado, continúan, Dios permitió que cada pueblo siguiera su camino, sin dejar nunca que nadie desconociera sus beneficios. No fue Dios quien se ocultó. Siempre fue para todos un Dios visible, que enviaba desde el cielo a todos la lluvia y las cosechas.
Llama la atención, pues, que Bernabé y Pablo en su justificación de quienes eran ellos mismos —no somos diosecillos, ni grandes ni pequeños—, recurran a un pensamiento sobre Dios que podríamos tener por filosófico, pues en su discurso en ningún momento añaden que su Dios es el Dios de Jesucristo, a quien este llama Padre, que ha muerto en la cruz por nosotros todos, y que ha resucitado siendo llevado al seno de misericordia del Padre de donde salió y ahora vuelve envuelto en la materia de su carne resucitada. No, los dos apóstoles se quedan en un estadio anterior. Quizá para que apareciera bien claro eso que ellos no eran; para que no se diluyera todo en un acelerón de nuevos dioses, que aparecen al gentío como los mayores, ante un hecho tan trascendente como la curación del cojo de nacimiento de Listra, el cual tenía una fe capaz de curarle. Por eso, Pablo, mirándole, le grita que se levante. Mas la reacción del gentío pagano les hace ver que hay un paso previo antes de llegar al Dios de Jesucristo: el de predicar al Dios único, el Dios vivo que hizo cielo y tierra.
Solo quien ha recibido esa predicación puede aceptar el mandamiento del amor. Solo este le ama. Y a quien me ama, le amará mi Padre.
La Revelación pasa por ahí.