Hech 18,1-8; Sal 97; Ju 16,16-20

Pablo es un evangelizador nato. Dedica a ello hasta sus últimos suspiros. Ahora bien, no quiere depender de aquellos a los que evangeliza. Tendría derecho a ello, lo reconoce, pero eso le ataría a un lugar y a unas personas. Por así decir, le sujetaría a un pesebre. Mas él quiere ser libre en sus correteos evangélicos. Que nada ni nadie le sujete. Además, como ya nos lo anuncia en uno de sus primeros escritos, el que no trabaje que no coma. ¿Es Pablo como Marta?, ¿no se dedica a la contemplación como María? Algo de esto hay. Lo suyo es la preocupación por evangelizar. Por las iglesias. Busca procedimientos retóricos para ello, de manera que no siempre sus predicaciones son las mismas, como estamos viendo en el libro de los Hechos. Es extremadamente imaginativo en sus maneras de escribir y de predicar. Utiliza la retórica de la suasión. Es extremadamente atractivo en sus maneras. Su palabra y su vida son un punto atractor. Quiere persuadir, y para ello busca llegar a la persona que le escucha. No punto atractor hacia su persona, sino hacia quien se le apareció camino de damasco: Jesús, a quien él persiguió en su Iglesia. Pero, no cabe duda, su persona atrae de tal manera que marca a quien le escucha y a quien lo lee. Por eso, quizá, debía agarrarse al trabajo de sus manos —y la lona es dura de manejar y de coser, pero era un trabajo que se encontraba en todas partes y al que uno se enganchaba al punto—; debía agarrase a su entera libertad de movimientos, de su continuo ir y venir sin que nadie se hiciera con él. Sólo se debía a su Señor, mas el trabajo de sus manos le unía a personas en íntima conexión.

Ahora bien, su afán principal, allá donde estuviere, era ir el sábado a la sinagoga y predicar en ella el evangelio de la salvación, sosteniendo ante los judíos que Jesús es el Mesías. La predicación, y la escritura de cartas que ella suscitaba, era lo que llenaba por entero su corazón. Porque su otro trabajo, el de tejedor de lona, no era su preocupación, sino su ganapán. Las personas, sí; las lonas y su comercio, no.

Qué distinto Juan. Este es un rumiante contemplativo. No corretea. Necesita un sitio en el que morar. Dice la tradición que junto a María, la Madre de Jesús. Es ahí, en ese nicho de amor, donde va penetrando incesantemente la memoria de Jesús. Poco a poco lo comprende. Frase a frase va completando una red entera que nos muestra la profundidad de quien fue desde siempre su Señor. Se recostó en su pecho en la última cena y, allá, fue adivinando la profundidad de ese corazón. Y luego esa experiencia de amor la fue desgranando en palabras. Sus frases no son complejas, como las de Pablo, quien parecería un escritor al estilo de Unamuno, con largas proposiciones y pensamientos múltiples entrelazados que riegan una extraordinaria teología, sino cortas, simples, aparentemente casi simplonas, como Azorín, con frases que apenas si son un pequeño núcleo de palabras que vienen seguidas de otro y de otro, separados por la conjunción y, pero que terminan formando un mosaico de una riqueza teológica y contemplativa inigualable. El de Juan es un pensamiento rumiante.

No os espantéis ante nada, aunque lloréis y os lamentéis mientras el mundo está alegre. No os dejéis vencer por el regocijo de quienes crean haberos vencido. Vuestra tristeza se convertirá en alegría.