Hoy celebramos el misterio más grande del cristianismo, porque es el de la vida misma de Dios. Al respecto quizás es conveniente hacer alguna indicación sobre la noción de misterio. Chesterton señaló al respecto: “Todo el secreto del misticismo es el siguiente: el hombre puede entenderlo todo ayudándose de lo que no puede entender”. Hay cosas que no entendemos y que, a pesar de ello, nos ayudan a comprender mejor nuestra vida, la iluminan. Y saber que una cosa es verdadera no significa comprenderla.

Durante un año visitaba con frecuencia una cárcel. En la entrada y alrededores encontraba siempre a muchas madres de los presos. Algunos de sus hijos habían matado, o eran ladrones o habían cometido crímenes inenarrables. Cuando veías aquellas mujeres te dabas cuenta de que todas querían de verdad a sus hijos. Si intentabas encontrar una explicación sólo dabas con esta: eran sus hijos. Esa respuesta, que ahuyenta todas las dudas de alguna manera lo dice todo pero, al mismo tiempo no dice nada. Sin embargo ayuda a entender y, lo que es más importante, a vivir. A pesar de ello hay algo impenetrable que se nos escapa en tanto en el hecho de ser madre como de ser hijo y en la relación entre los dos.

La Trinidad es un misterio que nos sobrepasa. Sin embargo el cristiano no puede vivir sin ella. Dios nos ha revelado el misterio de su vida íntima y en aquello que alcanzamos a entender nos damos cuenta de que si Dios es Amor tiene que ser trinitario. Sin la revelación de Jesús no sabríamos nada de todo esto, pero gracias a Él nos podemos adentrar un poco más en el abismo de su misericordia.

Precisamente la vida íntima de Dios, pensar en ella, nos hace darnos cuenta de la grandeza de nuestra vocación. Dios nos llama a participar de su propia vida pero, ¿de qué manera? Jesús responde a Nicodemo diciendo que Dios envió a su Hijo para que creyendo tengamos vida eterna.

¿Por qué envía a su Hijo? Podía habernos comunicado la salvación de muchas otras maneras que, en su designio, habrían sido igualmente eficaces. Quizás porque la vida eterna hace referencia a la vida de “Aquél que es Eterno”. Por tanto Dios envía a su Hijo para darnos su propia vida. Sin una Trinidad de personas no se me ocurre cómo eso sería posible. Pero el Hijo, haciéndose hombre y sin dejar de ser Hijo, nos une al Padre. Y el Hijo nos salva entregándose a la muerte de Cruz. Se entrega, porque es una manifestación en la historia de ese amor que se tienen desde siempre en el seno de la Trinidad.

Ciertamente el misterio permanece impenetrable, pero sin Él no se comprende nada de lo que Jesús nos ha revelado. Cuando estudiamos la historia de los dogmas sorprende esa defensa del misterio de la Trinidad: “Una substancia, tres hipóstasis”. Un solo Dios, pero Tres Personas distintas. No era un juego dialéctico al que se entregaban los santos Doctores y los Obispos de los primeros siglos. Al formular el dogma entendían las enseñanzas del Evangelio pero también certificaban la vida de la Iglesia. Expresaban como la vida eterna que había Traído el Hijo, y que se nos comunica por la fe aunque está llamada a una plenitud, se podía reconocer en los que eran fieles a la gracia del bautismo.