Igino Giordani escribe casi al final de su diario: “Soy uno de los hombres más afortunados del mundo, porque puedo recibir cada día la Comunión en casa”. Esta frase, cuando ya estaba enfermo y no tardaría en morir, expresa una certeza absoluta: en la Comunión recibimos al mismo Jesús, que se nos da como alimento. Recibir a Jesús es lo más grande que nos puede suceder en esta tierra, porque supone una auténtica comunión con Él. Dice san Juan Crisóstomo: “se llama a sí mismo pan de vida, porque sustenta nuestra vida, ésta y la futura”. Igino Giordani, como tantos otros se llamaba afortunado porque percibía ese doble aspecto: la Eucaristía le ayudaba en su vivir cotidiano, ahora en la enfermedad, pero también le anticipaba la eterna.

A veces se ha reducido el alcance de este sacramento entendiéndolo de manera simbólica. Cómo si fuera un mero signo, como podría serlo el gesto de ponerse una flor en el ojal o participar de un brindis. Pero, como insiste Jesús en el evangelio de hoy: es preciso comer su carne y beber su sangre. Los judíos no lo entendieron. Nosotros, si no conociéramos este sacramento participaríamos de la misma perplejidad de aquellos hombres. Sin embargo, bajo las especies eucarísticas, sabemos que recibimos realmente el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesús. Misterio muy grande, que nos revela una vez más la hondura del amor de Dios hacia nosotros.

El Verbo, en su encarnación asumió una naturaleza verdaderamente humana. Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre. Pero esa cercanía a nosotros no satisfacía su amor. Quería estar con cada uno de nosotros y en lo más íntimo. Quería unirse a cada hombre. Benedicto XVI ha llamado la atención al respecto hablando de la contemporaneidad de Jesús con todo hombre. La Eucaristía lo une a nuestra vida, a la de cada hombre, en cualquier lugar del mundo. Otro de las consecuencias de este augusto milagro.

San Juan Crisóstomo, comentando el fragmento del evangelio de este día se enciende de amor y dice: “moviéndonos a una mayor amistad, y mostrándonos el amor que nos tiene, no sólo permitió a los que le aman verlo, sino tocarlo, comerlo, clavar los dientes en su carne, masticarla. En suma, saciar toda el ansia de amor.” Recuerdo a una chica triste que un día vino a verme y me dijo: “nunca podré ser feliz porque no existe un Tú infinito”. Recuerdo que le respondí: “Sí que existe y se llama Jesús”.

El deseo de aquella muchacha es el de todos nosotros. Encontrar alguien que sea digno de un amor total y que nos ame infinitamente. Esa amistad nos la ofrece el mismo Jesús en el sacramento de la Eucaristía. Muchas personas, conscientes de esa amistad, organizan su jornada diaria poniendo, en primer lugar, la celebración de la Misa. Necesitan unirse a la carne y a la sangre de su Amado. Corresponden de esa manera al amor infinito que Jesús les ha manifestado.

San Pablo, en la lectura de hoy, apunta uno de los principales efectos de la comunión. Hace que todos formemos un solo cuerpo. Si Jesús en la Eucaristía se une a cada uno de nosotros, ello conlleva que todos formemos una unidad, que es la de su Cuerpo, la de la Iglesia.