Gé 49,29-32.59,15-26a; Sal 194; Mt 10,24-33

Es tan brutal lo que hicieron con él los hermanos de José que, a la muerte de su padre Jacob, mirándose a sí mismos, seguramente, no se fían de él. A ver si José nos guarda rencor y quiere pagarnos el mal que le hicimos. Pero el alma de José no es rencorosa: al oír las palabras de sus hermanos, aquí nos tienes, somos tus siervos, se echó a llorar. Es un corazón humilde. Además, ha entendido las complejidades de los caminos que el Señor nos pone delante. Sus hermanos, aunque con él se portaron de manera repugnante e indigna, siguen siendo sus hermanos. No tengáis miedo. Qué hermosura. Él siempre ha confiado en los designios de Dios para con él. Ha visto su mano providente que de él ha cuidado, por encima de cualquier esperanza. ¿Cómo voy a juzgaros con venganza? ¿Soy acaso Dios para someteros a juicio? Vosotros intentabais hacerme mal, pero Dios intentaba hacer bien. Porque quienes se dejan en sus manos, siempre confían en lo que el Señor les depara. Saben que nunca les va a abandonar. Aunque entre escalofríos, no tienen miedo, como tampoco tendrá miedo Jesús la última noche de su vida mortal, aunque entre sudores de sangre, y con la convicción asombrosa de que, aunque su Padre no le dejaría jamás de su mano, la fiesta no iba a terminar bien, como aconteció con José. No temáis. Yo no temo. Y les consoló hablándoles al corazón. José, figura del Hijo sufriente, mas también figura del Padre que no abandona incluso a través de la muerte. También él nos consuela hablándonos al corazón, aunque nosotros, como aconteció aquella noche con sus más cercano —excepto unas cuantas mujeres, entre las que está María, su madre, y el discípulo joven que tanto quería—, llenos de miedo nos alejamos de la cruz o, entrometidos, le negamos tres veces.

Nótese, pues, de qué manera tan clara y, a la vez, tan sinuosa podemos leer la historia de José como luz que ilumina la historia de Jesús, y los paralelismos que nos hacen comprender desde Jesús la historia de José. Humildes, busquemos al Señor y revivirá nuestro corazón. Que nos ultrajan por el nombre de Cristo, dichosos seamos porque el Espíritu de Dios reposa sobre nosotros. Hermosas palabras de la primera carta de Pedro, que nos sirve de aclamación antes de la lectura del evangelio.

¿Somos discípulos mayores y mejores que nuestro Maestro? No, qué va. Con el lavatorio de los pies de la última noche del Señor antes de su muerte injusta en la cruz, hemos entendido bien lo que es ser discípulos suyo, lo que es el servicio, y cómo el amor está ahí. Es verdad que los evangelios sinópticos, y por tanto Mateo, que leemos ahora, no menciona ese signo supremo de servicio del Señor a los suyos, en espera de que sea el de los suyos a todos. Pero ahí se comprende la profundidad del haced esto en memoria mía con el que ellos, y antes san Pablo, cierran la institución de la eucaristía. Puestos acá se entiende mejor, me parece, el evangelio de hoy. Todo debe ser descubrible y pregonable. Cuando os pongáis en esa actitud de servicio, ¿a quién temeréis?, nadie os puede matar el alma, si estáis protegidos por el Señor, el cual nunca os abandona. No tengáis miedo. Qué hermosas palabras. Comprendimos su alegre y decisiva importancia cuando Juan Pablo II comenzó con ellas su tan hermosa actividad como papa.